Sufismo, nobleza espiritual
Halil Bárcena
El fatà o yavânmardí es el iniciado en la senda de la futuwwa o caballería espiritual, que algunos definen como la ética
del sufismo. Dicho de otro modo: la futuwwa
hace referencia a la manera que el derviche tiene de estar en el mundo y de
obrar en él. Todo fatà es un ‘caballero
espiritual’; y la nobleza es la cualidad que mejor le define. El sentido (y la
grandeza) de la responsabilidad, del riesgo y del sacrificio son rasgos propios
de la nobleza, término usado aquí en su acepción espiritual y, por ende, ¡más
noble! Decía Frithjof Schuon (¡siempre Schuon!) que “vivir noblemente es vivir en compañía de la muerte, sea carnal o
espiritual”. La muerte, entendida en dicho doble sentido, es siempre la
gran maestra de la vida. “Morid antes de
morir”, les instaba Muhammad, profeta del islam, a los suyos. Y morir a sí
mismo es, entre otras muchas cosas, saberse gobernar. Solo quien posee el
gobierno de sí mismo, que es otra forma de referirse a la disciplina interior (eso
es en verdad la tarîqa sufí), es
hábil para gobernar al resto. Por eso mismo puede decirse que el fatà es un conductor de hombres, del
mismo modo que lo son el jefe, el juez o el guerrero, cada uno en su ámbito. Y
solamente quien tiene un centro puede conducir al resto de la dispersión al
centramiento y la unión.
La tarea del fatà exige ver las
cosas desde lo alto, con la perspectiva suficiente que le permita no solo
aprehender los fenómenos, sino comprenderlos en profundidad. El derviche como fatà necesita, así pues, distanciamiento
respecto de las cosas y personas, lo cual no quiere decir que él sea distante.
La nobleza espiritual propia de la futuwwa
comporta dos elementos. En primer lugar, una conciencia nítida y penetrante
de la naturaleza real de las cosas, que solo se consigue viendo desde arriba,
sin que nada enturbie la mirada. Y segundo, un generoso don de sí. El fatà sabe que no basta con dar, sino que hay
que darse. Por todo ello, la jânaqa, en tanto que espacio privilegiado de encuentro sufí, ha de
reflejar siempre (incluso en la propia orientación externa y decoración
interior) una cualidad de centro, de núcleo y de cumbre. La jânaqa no solo es un centro de reunión sufí, sino el centro en sí: centro que centra, núcleo que interioriza y cumbre
que posibilita contemplar las cosas desde lo alto, para verlas tal como son.