miércoles, 23 de mayo de 2012

Sufismo, nobleza espiritual



Sufismo, nobleza espiritual


Halil Bárcena



El fatà o yavânmardí es el iniciado en la senda de la futuwwa o caballería espiritual, que algunos definen como la ética del sufismo. Dicho de otro modo: la futuwwa hace referencia a la manera que el derviche tiene de estar en el mundo y de obrar en él. Todo fatà es un ‘caballero espiritual’; y la nobleza es la cualidad que mejor le define. El sentido (y la grandeza) de la responsabilidad, del riesgo y del sacrificio son rasgos propios de la nobleza, término usado aquí en su acepción espiritual y, por ende, ¡más noble! Decía Frithjof Schuon (¡siempre Schuon!) que “vivir noblemente es vivir en compañía de la muerte, sea carnal o espiritual”. La muerte, entendida en dicho doble sentido, es siempre la gran maestra de la vida. “Morid antes de morir”, les instaba Muhammad, profeta del islam, a los suyos. Y morir a sí mismo es, entre otras muchas cosas, saberse gobernar. Solo quien posee el gobierno de sí mismo, que es otra forma de referirse a la disciplina interior (eso es en verdad la tarîqa sufí), es hábil para gobernar al resto. Por eso mismo puede decirse que el fatà es un conductor de hombres, del mismo modo que lo son el jefe, el juez o el guerrero, cada uno en su ámbito. Y solamente quien tiene un centro puede conducir al resto de la dispersión al centramiento y la unión. 


La tarea del fatà exige ver las cosas desde lo alto, con la perspectiva suficiente que le permita no solo aprehender los fenómenos, sino comprenderlos en profundidad. El derviche como fatà necesita, así pues, distanciamiento respecto de las cosas y personas, lo cual no quiere decir que él sea distante. La nobleza espiritual propia de la futuwwa comporta dos elementos. En primer lugar, una conciencia nítida y penetrante de la naturaleza real de las cosas, que solo se consigue viendo desde arriba, sin que nada enturbie la mirada. Y segundo, un generoso don de sí. El fatà sabe que no basta con dar, sino que hay que darse. Por todo ello, la   jânaqa, en tanto que espacio privilegiado de encuentro sufí, ha de reflejar siempre (incluso en la propia orientación externa y decoración interior) una cualidad de centro, de núcleo y de cumbre. La jânaqa no solo es un centro de reunión sufí, sino el centro en sí: centro que centra, núcleo que interioriza y cumbre que posibilita contemplar las cosas desde lo alto, para verlas tal como son.