Muhammad Asad,
un viaje al
corazón del Islam
Leili Castella
“Si el agua de un estanque no se mueve, se
vuelve lodo y fétida, pero si corre, se vuelve clara: lo mismo le ocurre al
hombre al viajar”. Éste parece haber sido el lema vital de Muhammad Asad,
nacido bajo el nombre de Leopold Weiss en julio de 1900 en Lemberg, en el
Imperio austrohúngaro (la actual Lviv, Ucrania) y muerto en 1992, en Mijas
(España).
Una
simple mirada a alguna de las etapas más relevantes de su biografía revelan el
destino fabuloso de este hombre singular: modesto periodista judío que prefirió
el estilo de vida de los árabes a los ideales sionistas, Leopold Weiss
descubrió gradualmente el islam al que se acabó convirtiendo, adoptando el
nombre de Muhammad Asad. Huésped de Abd al-Azîz Ibn Saûd, rey de Arabia, Asad pasó
seis años en el corazón de este país, viviendo con y como los beduinos del
desierto, llegando incluso a realizar algunas misiones secretas para el
soberano wahabí. Partió posteriormente hacia la India, donde trabó estrecha
amistad con Muhammad Iqbal, poeta, filósofo y guía de la élite intelectual que
consiguió crear el actual estado de Pakistán, país en la fundación del cual Asad
participó activamente, y del que fue uno de sus más altos funcionarios, hasta el
punto de ser su delegado ante las Naciones Unidas, en Nueva York, con rango de
ministro. Fueron precisamente el interés y la curiosidad que su personalidad y
destino únicos suscitaron entre las gentes que conoció en la ciudad de los
rascacielos, los que le empujaron a escribir, a mediados de los años 50, Le Chemin de La Mecque [1], apasionante relato autobiográfico de
sus decisivos 32 primeros años de vida.
Chemin de La Mecque (existe traducción al castellano en la editorial Walaya, Granada, 1984) es la
historia de un viaje, geográfico, sí, pero sobre todo espiritual. Relata el
reto de franquear “un abismo entre dos
mundos distintos, un puente tan largo que había que alcanzar el punto de no
retorno antes de que la otra extremidad se hiciera visible” (2). Y es que
Asad sabía que abrazar el islam suponía cortarse a sí mismo del mundo en el que
había crecido. Y esto es lo que sucedió, al enamorarse primero de los árabes y
de su modo de vida, y después, de su fe. Notó Asad que “un soplo humano cálido parecía emanar de la sangre de estas gentes y
penetrar sus pensamientos y sus gestos sin estas penosas divisiones del
espíritu o estos espectros de miedo, avidez e inhibición que volvían la vida
europea tan fea y poco prometedora. Entre los árabes empecé a encontrar algo
que inconscientemente siempre había buscado: una ligereza emocional en la
aproximación a todas las cuestiones de la vida, un supremo sentido común en los
sentimientos…una coherencia orgánica entre el espíritu y los sentido” (3).
Advirtió pronto Asad que lo que en gran parte conformaba la esencia de aquellas
gentes era su experiencia del desierto y de su vacuidad. Escribió Asad: “Hay ciertamente paisajes más bellos, pero
ninguno puede labrar el espíritu humano de forma tan potente (…) El desierto, que
es desnudez y limpieza, ignora cualquier subterfugio. Barre del corazón del
hombre todas las amables fantasías que podrían servir de atavío a los deseos
tomados por realidades y le confiere la libertad de abandonarse a un Absoluto
sin imágenes” (4). Su conversión al islam se produjo casi por contagio, por
“in-vivencia”, a tal punto que en una ocasión un amigo, al escucharlo, exclamó:
“¡Pero si usted es musulmán sin saberlo!”
Sin
embargo, sus largos años de convivencia con los beduinos de Arabia central y oriental le aportaron algo aún más importante: familiarizarse con el idioma
árabe más próximo al de cuando el Corán estaba siendo revelado. A tal punto que Asad llegó a hacer suya toda la estructura de símbolos que expresan el
espíritu y el sentimiento particular por la vida de un pueblo de mentalidad tan
radicalmente distinta a la occidental. Asad comprendió así lo que hace al Corán fundamentalmente distinto a las demás escrituras sagradas: “su insistencia en la razón como vía válida
hacia la fe, así como su énfasis en la inseparabilidad de las esferas
espiritual y física (y también por lo tanto, la social) de la existencia
humana” (5).
Fruto
de este profundo conocimiento que poseía Asad es su impagable traducción comentada del Corán, la primera, quizá, que no surgió de una mera erudición adquirida
mediante estudios académicos, es decir, de los libros. Como el mismo Asad
explica en el prefacio de su traducción o tafsîr,
un acercamiento meramente erudito al texto sagrado sólo consigue transmitir su
cáscara externa, porque no se ha dado “esta
comunión intangible con el espíritu del lenguaje que sólo puede lograrse
viviendo con él y en él” (6). Y esto es precisamente lo que Muhammad Asad,
en su apasionante viaje al corazón del islam, consiguió.
Notas:
(1) Muhammad Asad, Chemin de Mecque (Fayard,
2004)
(2), (3) y (4), pp. 282, 96 y 135, respectivamente, de Chemin
de Mecque
(5) Traducción del árabe y comentarios a cargo de Muhammad Asad, El Mensaje del Qur’an, Junta Islámica, Almodóvar del Río2001, p. iii.
(6) Ibídem, p. iv.
Leili Castella es licenciada en derecho y pianista. Rebâbista del grupo 'Ushâq, es coordinadora del Institut d'Estudis Sufís y directora de la escuela de música 'Baraka, música con alma'.