martes, 29 de marzo de 2011

Béjart Ballet Lausanne



El espíritu dionisíaco de Béjart



Halil Bárcena



Los amantes catalanes del gran Maurice Béjart (1927-2007) hemos estado de suerte. Y es que, en los últimos meses, el Béjart Ballet Lausanne, su legado artístico vivo, ha actuado en dos ocasiones en los escenarios catalanes. El pasado mes de julio, lo hicieron en el marco del Festival de Peralada, y los días 19 y 20 del presente mes de marzo, en el auditorio de Sant Cugat. El programa estuvo integrado por las coreografías Dionysos (suite), creación del propio Béjart; Songs of Herself, de Julio Arozarena; y Syncope, de Gil Roman, mano derecha del maestro francés, su verdadero heredero artístico, y actual director del Béjart Ballet Lausanne.

Del programa presentado por los pupilos de Béjart, me quedo, sin dudarlo, con la primera coreografía, Dionysos (suite), estrenada el año 1985, que retoma algunos de los motivos centrales de Dionysos, una de las obras maestras de Béjart, presentada en público un año antes y danzada entonces por un estelar Gil Roman. Y no menos estelar y pletórico se mostró en Sant Cugat el colombiano Oscar Chacón, en el papel de Dionysos. Todos sus movimientos, cada uno de sus pasos y gestos, fueron sencillamente conmovedores; conmovedores y creíbles, por su absoluta naturalidad, que es lo que, justamente, hizo que su cuerpo transmitiese veracidad. Sin embargo, hay que pensar que no es posible mostrar veracidad alguna en la expresión corporal sin antes haber destruido por completo lo viejo y caduco, que en nuestro cuerpo son los automatismos adquiridos con el paso del tiempo que nos impiden vivir la vida como una perpetua creación que se renueva a cada instante. La danza, ya lo decía el poeta persa Mawlânâ Rûmî (m. 1273), maestro de derviches, es una vía que conduce al conocimiento de lo divino; y toda vía ha de empezar forsozamente por una conversión, tawba en el lenguaje técnico de los sufíes, que tiene algo de inversión aparentemente negativa de la voluntad.




Uno de los momentos más apasionantes y poderosos de Dionysos (suite) -y de toda la velada- fueron los ditirambos dionisíacos danzados en la recta final de la coreografía. Hoy, que la danza, en su gran mayoría, ha quedado cautiva de la precisión técnica y, por consiguiente, de una cierta frialdad escénica, emocionalmente es neutra, resulta conmovedor ver el desbordamiento pasional de estos bailarines, su explosión de fuerza comunicativa y mágica virilidad, tan propia del mejor Béjart. Y es que, como afirmaba el propio coreógrafo, la danza es antes que nada magia hecha gesto. Así, danzar es hablar el lenguaje de los animales, comunicación con las piedras, comprender el rumor de las olas del mar o el soplido del viento, brillar con las estrellas. En resumen, danzar es ser uno con la existencia, algo que jamás entenderá quien se de a sí mismo una importancia injustificada.