Felicidad y almendros
Halil Bárcena

La segunda semana de marzo florecen los almendros en la Terra Alta, comarca catalana situada al sur de Tarragona, que sedujo a Picasso, quien pasó dos largas temporadas en la población de Horta de Santa Joan. La combinación del ocre de la tierra, rica en excelentes vinos, los olivos centenarios, que aquí como en Palestina tienen algo de venerables y sagrados, las piedras de los márgenes y, ¡ay!, los almendros con sus flores delicadas, convierten el paisaje de esta Terra Alta en un escenario de una belleza indescriptible. Aquí, hace pocos días, releyendo al maestro Borges, me impuse a mí mismo no sucumbir al mismo error (¡qué error, el pecado!) del escritor argentino, quien dejó escrito:
"He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer.
No he sido feliz"
Y es que, muy posiblemente, ser feliz sea el deber más importante que un ser humano deba cumplir jamás, mientras viva. Ser feliz, además, constituye el mayor servicio que alguien puede ofrecer a la sociedad. Decía Robert Louis Stevenson, escocés de nacimiento y samoano de adopción, que "siendo felices, vamos sembrando por el mundo anónimos beneficios". Y es que, afirmaba el autor de La isla del tesoro, "es mejor encontrar un hombre o una mujer felices que un billete de cinco libras". Vaya, que alguien feliz no tiene precio. Los felices, esos sí que cambian el mundo día a día, a cada minuto, y sin proponérselo, que es como mejor salen las cosas. Alguien feliz es como un foco radiante de buena voluntad, una luz que ilumina nuestra gris cotidianidad. Por eso desconfío de todo corazón de quienes, con prepotencia indisimulada (ya sean políticos, religiosos, mesías del bien común, o todo ello a la vez), pretenden salvarnos (¡y salvar el mundo!) y en sus rostros torvos y feroces jamás se dibuja una sonrisa, la palabra "gracias" nunca brota de sus labios y gritan y se enfurecen a la más mínima. Son los infelices, siempre en perpetuo estado de amargura. ¡Qué sabrán esos del valor de una caricia o de la magia de un beso! ¡Qué sabrán de la flor de los almendros!
Pero, como siempre, son los poetas los que mejor saben decirlo todo. Como era palestino, Mahmud Darwish (Al-Birwa, Palestina, 1941-Houston, USA, 2008) sabía tanto de exilios como de olivos. Y como era poeta, un excelso poeta, sabía más que nadie de las flores de los almendros:
Para describir la flor del almendro
Para describir la flor del almendro,
no hay enciclopedia de botánica que valga,
ni diccionario alguno...
El lenguaje me atrapará en las redes de la retórica
y la retórica hiere el sentido
y loa la herida,
como el macho que dicta a la hembra los sentimientos.
Si yo soy eco, ¿cómo habrá de irradiar de mi lengua
la flor del almendro? Es...
Transparente, como la risa acuática
del tímido rocío en las ramas...
Leve, como una frase blanca melodiosa...
Frágil, como el instante en que una idea
se asoma a nuestros dedos
y en vano la escribimos...
Densa, como un verso que no se anota con letras.
Para describir la flor del almendro
he de visitar el inconsciente y que me guíe
al léxico de un sentimiento prendido de los árboles.
¿Cómo decirla? ¿Cómo se nombra esto
en la poética de la nada?
He de rebasar la pesantez y el lenguaje
para sentir ligeras las palabras
cuando se tornan un perfil susurrante,
que yo las sea y ellas me sean blancas transparentes.
Ni patria ni exilio son las palabras,
sino blanco-pasión para describir la flor del almendro.
Ni nieve ni algodón.
Pero qué es ella, que desdeña las cosas y los nombres.
Si lograse el autor combinar unas sílabas
que describieran la flor del almendro,
se levantaría la niebla de las colinas
y un pueblo diría al unísono: Ya está
¡Ésta es la letra de nuestro himno nacional!
(Poema seleccionado por Pepa Torras i Virgili)