Lo que más cautiva al visitante que por vez primera llega a Estambul quizás sea la monumentalidad histórica de la ciudad; eso y su privilegiada ubicación entre dos aguas y tantos mundos. Porque, en efecto, Estambul es varios mundos en uno solo. Estambul, que antes fue Constantinopla y mucho antes aún Bizancio, ha sido capital de dos imperios poderosos, el romano oriental y el otomano, y eso se nota en su paisaje urbano tan denso y con tanta profundidad histórica. ¡Vaya si se nota! Y es que hay mucha historia en Estambul, tal vez demasiada incluso.

A primera vista, la otrora ciudad de los tulipanes se antoja apabullante y avasalladora. Su monumentalidad superlativa es tal que lo deja a uno paralizado y sin aliento. ¡Qué decir ante tal despliegue de torres y palacios, puentes colgantes, cúpulas y finos alminares que apuntan decididos hacia el cielo! Sin embargo, para el viajero que ha recalado ya un buen número de veces en la ciudad, Estambul se muestra de otra forma mucho más íntima y delicada, como una dama madura, irresistiblemente seductora, aún con muchos encantos que brindar.

Porque Estambul, ciertamente, está repleta de recovecos que revelan deliciosos vecindarios aún de madera (algunos miran al mar) y rincones de calma que se encuentran a penas a unos pasos de las abarratodas arterias principales, muy chillonas y mareantes a veces. Son antiguas madrasas o ecuelas coránicas, por ejemplo, convertidas hoy en plácidos cafés o centros de jóvenes artesanos. Dichos oásis estambulíes de paz y sosiego son ideales para jugar al backgamon o pegar la hebra con algún lugareño, mientras se disfruta de un café turco especiado y un narguile, la pipa de agua, placer oriental cuyo refinamiento es propio de aquellos lugares en los que desde antiguo se ha cultivado sin rubor el gusto por la vida. También el antiguo mevlevihané de Gálata, donde los derviches giróvagos seguidores de Rûmî aprendían a ser seres humanos de verdad a fuerza de dar vueltas y más vueltas sobre sí mismos hasta perderse, constituye un rincón entrañable de la ciudad, testigo de lo que fue y ya no es, aunque desee volver a serlo.

Y lo mismo sucede con las mezquitas, uno de los mayores atractivos sin duda de Estambul. Porque una vez uno ha visitado las aljamas que dan fama a la ciudad, las monumentales Mezquita de Sultan Ahmet, también conocida como Mezquita Azul, o la Suleymaniyya, debida al insigne arquitecto Mimar Sinan (1490-1588), sin cuyo genio creador el perfil de la ciudad sería otro, el viajero comienza entonces a descubrir esas otras pequeñas joyas arquitectónicas -¡... también de Sinan!-, más íntimas y acogedoras, en las que la fusión del poder y la religión se deja sentir menos o casi nada, como son las mezquitas de Sokullu Pachá, por ejemplo, o la de Rustam Pachá, con sus miríficas cerámicas de Iznik, o la de Kiliç Alí Pachá, en el barrio marítimo de Tophané, hoy tan de moda entre los jóvenes estambulíes, donde ejerce de imam Halil Necipoglu, uno de los cantantes de música sufí más notables del momento, cuya voz atesora lo mejor de una añeja tradición turca de almuédanos y recitadores de Corán. Porque en Estambul, las cosas como son, se dice el libro santo de los musulmanes como en ningún otro sitio. Y hablando de Sinan, aunque sea sólo a vuelapluma, ¿qué sería de Estambul sin él? Pues lo mismo, salvando las distancias, que Barcelona sin Antoni Gaudí, esto es, otra cosa.

Con todo, para mí, lo más sobresaliente de Estambul, lo que en verdad le deja a uno boquiabierto, continúa siendo la luz dorada, casi arcádica, del mes de septiembre, ya en las postrimerías del verano, cuando las tardes se visten de color melocotón para recibir a las primeras estrellas del ocaso.
Halil Bárcena (septiembre 2008)