Humanos,
ni más ni menos*
Halil Bárcena
Asistimos, en nuestra atribulada
contemporaneidad, a una destrucción persistente del entorno natural sin
precedentes en la historia de la humanidad. De hecho, más que de destrucción
cabría hablar de una auténtica profanación de eso que los antiguos consideraron
como el templo de la naturaleza,
término éste que en su etimología latina, nascitura,
evoca la función generadora de vida de la naturaleza. Y todo ello como
consecuencia de la desacralización y consiguiente laicización del universo,
proceso que ha corrido en paralelo al desarrollo de una ciencia y una
tecnología, núcleo rector de la civilización moderna, cuya capacidad de
destrucción resulta hoy inimaginable, llegando incluso a amenazar la estructura
misma de la vida.
En paralelo, se ha
generalizado una visión unívocamente materialista del ser humano, impuesta
desde el Renacimiento, caracterizada por la absolutización del hombre terrestre,
llamémosle así, que, liberado del
cielo, es presa de la ambición prometeica del poder y la dominación. Pero, ni
el cosmos ni el propio ser humano son máquinas que puedan retocarse a voluntad.
El hombre no es un reloj, tal como sostenía Descartes, suma de distintas partes
susceptibles de mejoramiento. Tampoco es un potente ordenador, como acostumbra
a oírse hoy. Se trata de la epidemia moderna del maquinismo. En ese sentido,
¿de qué hablan algunos hoy cuando esgrimen el deber moral de mejorar las
capacidades físicas y cognitivas de la especie humana?
De hecho, el único deber moral
del ser humano es cumplir el imperativo pindárico de ser lo que realmente es y
no otra cosa; esto es, ser realmente humanos, ni más ni menos. Porque, como
escribía el sabio sufí del siglo XIII, Mevlânâ Rûmî, al hombre no le basta con
nacer para devenir un ser humano, en la acepción más profunda de la palabra. En
ese sentido, no es que el hombre sea la única creatura que rechace ser lo que
es, como afirmaba el escritor Albert Camus, porque, bien mirado, el hombre,
sobre todo el hombre moderno, no sabe a ciencia cierta qué es ni quién es; y
ese es el nudo de todo este drama. Era el propio Aristóteles quien decía que
hay un chispazo divino en el fondo del hombre que es lo que hace de él un ser
plenamente ¡…humano! Pero, no nos confundamos, puesto que no es lo mismo la
divinización a la que aspira el espiritual, por ejemplo, que no es sino la
realización de todas las posibilidades humanas, una experiencia plena de la
vida que requiere una nobleza de corazón no fácil de alcanzar, que el
endiosamiento del hombre prometeico. Porque el hombre puede haber llegado a la
Luna, pero habiendo amputado su dimensión espiritual, que es un constituyente
antropológico y no un añadido fruto de la fe, resta en un estadio de
infrahumanidad lamentable, lo cual explica en parte el cansancio existencial de
la civilización moderna que de forma más acusada se palpa en un Occidente que
parece haber olvidado que no sólo de pan -¡ni de circo¡- vive el hombre.
Porque la crisis
medioambiental a la que nos referíamos al inicio no es más que el reflejo
exterior de la profunda crisis espiritual y axiológica que sufre el hombre
moderno que, en palabras del profesor Seyyed Hossein Nasr, habiendo dado la
espalda al cielo en nombre de lo terrenal, corre el riesgo ahora de destruir la
tierra también. La crisis actual, la verdadera crisis que padecemos hoy en día,
no es resultado de la mala gestión de las capacidades tecnológicas, sino que es
consecuencia, primeramente, de la ignorancia de eso que los sabios sufíes
denominan conocimiento sapiencial de la naturaleza y, en segundo lugar, del
marasmo espiritual del hombre, que desconoce su verdadera naturaleza.
El hombre es mucho más de lo
que piensa, pero mucho menos de lo que se cree. El hombre es, como afirmaban
los antiguos, creatura del cielo, el
ser a través del cual transita el aliento divino, y no un mero amasijo de
órganos, tejidos y reacciones químicas, cuyas capacidades, ya de por sí extraordinarias,
puedan desarrollarse ilimitadamente. Es creatura
del cielo, pero de carne y hueso, es decir, contingente y mortal. Afirmar
lo contrario es desconocer la naturaleza real de las cosas, puesto que es ley
de vida, más allá de la voluntad humana y de cualquier desvarío científico, que
todo cuanto nace debe morir.
El hombre no puede
reinventarse como sostienen algunos, o transhumanizarse
como afirman otros. Y es que a veces perdemos la perspectiva de las cosas.
El ser humano no puede dejar de ser lo que es. Porque, nadie puede saltar más
allá de su sombra, como reza un viejo proverbio derviche. Tampoco servirá para
salir del atolladero presente con un mero cambio de paradigma ni la irrupción
de nuevas ideologías. Hoy lo que se requiere no son soluciones retóricas o cambios
cosméticos, sino una profunda y radical transformación del ser humano: metanoia lo llaman los teólogos
católicos; tawba, los sabios sufíes.
(*) El presente texto forma parte del libro ¿Humanos o posthumanos? Singularidad tecnológica y mejoramiento humano que, bajo la coordinación de Albert Cortina i Miquel-Àngel Serra, ha editado Fragmenta Editorial recientemente (Barcelona, 2015). Para más información acerca del libro, pinchen aquí: