miércoles, 25 de marzo de 2015

Humanos, ni más ni menos

Humanos, ni más ni menos*


Halil Bárcena



Asistimos, en nuestra atribulada contemporaneidad, a una destrucción persistente del entorno natural sin precedentes en la historia de la humanidad. De hecho, más que de destrucción cabría hablar de una auténtica profanación de eso que los antiguos consideraron como el templo de la naturaleza, término éste que en su etimología latina, nascitura, evoca la función generadora de vida de la naturaleza. Y todo ello como consecuencia de la desacralización y consiguiente laicización del universo, proceso que ha corrido en paralelo al desarrollo de una ciencia y una tecnología, núcleo rector de la civilización moderna, cuya capacidad de destrucción resulta hoy inimaginable, llegando incluso a amenazar la estructura misma de la vida.
En paralelo, se ha generalizado una visión unívocamente materialista del ser humano, impuesta desde el Renacimiento, caracterizada por la absolutización del hombre terrestre, llamémosle así, que, liberado del cielo, es presa de la ambición prometeica del poder y la dominación. Pero, ni el cosmos ni el propio ser humano son máquinas que puedan retocarse a voluntad. El hombre no es un reloj, tal como sostenía Descartes, suma de distintas partes susceptibles de mejoramiento. Tampoco es un potente ordenador, como acostumbra a oírse hoy. Se trata de la epidemia moderna del maquinismo. En ese sentido, ¿de qué hablan algunos hoy cuando esgrimen el deber moral de mejorar las capacidades físicas y cognitivas de la especie humana?
De hecho, el único deber moral del ser humano es cumplir el imperativo pindárico de ser lo que realmente es y no otra cosa; esto es, ser realmente humanos, ni más ni menos. Porque, como escribía el sabio sufí del siglo XIII, Mevlânâ Rûmî, al hombre no le basta con nacer para devenir un ser humano, en la acepción más profunda de la palabra. En ese sentido, no es que el hombre sea la única creatura que rechace ser lo que es, como afirmaba el escritor Albert Camus, porque, bien mirado, el hombre, sobre todo el hombre moderno, no sabe a ciencia cierta qué es ni quién es; y ese es el nudo de todo este drama. Era el propio Aristóteles quien decía que hay un chispazo divino en el fondo del hombre que es lo que hace de él un ser plenamente ¡…humano! Pero, no nos confundamos, puesto que no es lo mismo la divinización a la que aspira el espiritual, por ejemplo, que no es sino la realización de todas las posibilidades humanas, una experiencia plena de la vida que requiere una nobleza de corazón no fácil de alcanzar, que el endiosamiento del hombre prometeico. Porque el hombre puede haber llegado a la Luna, pero habiendo amputado su dimensión espiritual, que es un constituyente antropológico y no un añadido fruto de la fe, resta en un estadio de infrahumanidad lamentable, lo cual explica en parte el cansancio existencial de la civilización moderna que de forma más acusada se palpa en un Occidente que parece haber olvidado que no sólo de pan -¡ni de circo¡- vive el hombre.
Porque la crisis medioambiental a la que nos referíamos al inicio no es más que el reflejo exterior de la profunda crisis espiritual y axiológica que sufre el hombre moderno que, en palabras del profesor Seyyed Hossein Nasr, habiendo dado la espalda al cielo en nombre de lo terrenal, corre el riesgo ahora de destruir la tierra también. La crisis actual, la verdadera crisis que padecemos hoy en día, no es resultado de la mala gestión de las capacidades tecnológicas, sino que es consecuencia, primeramente, de la ignorancia de eso que los sabios sufíes denominan conocimiento sapiencial de la naturaleza y, en segundo lugar, del marasmo espiritual del hombre, que desconoce su verdadera naturaleza.
El hombre es mucho más de lo que piensa, pero mucho menos de lo que se cree. El hombre es, como afirmaban los antiguos, creatura del cielo, el ser a través del cual transita el aliento divino, y no un mero amasijo de órganos, tejidos y reacciones químicas, cuyas capacidades, ya de por sí extraordinarias, puedan desarrollarse ilimitadamente. Es creatura del cielo, pero de carne y hueso, es decir, contingente y mortal. Afirmar lo contrario es desconocer la naturaleza real de las cosas, puesto que es ley de vida, más allá de la voluntad humana y de cualquier desvarío científico, que todo cuanto nace debe morir.
El hombre no puede reinventarse como sostienen algunos, o transhumanizarse como afirman otros. Y es que a veces perdemos la perspectiva de las cosas. El ser humano no puede dejar de ser lo que es. Porque, nadie puede saltar más allá de su sombra, como reza un viejo proverbio derviche. Tampoco servirá para salir del atolladero presente con un mero cambio de paradigma ni la irrupción de nuevas ideologías. Hoy lo que se requiere no son soluciones retóricas o cambios cosméticos, sino una profunda y radical transformación del ser humano: metanoia lo llaman los teólogos católicos; tawba, los sabios sufíes.    

(*) El presente texto forma parte del libro ¿Humanos o posthumanos? Singularidad tecnológica y mejoramiento humano que, bajo la coordinación de Albert Cortina i Miquel-Àngel Serra, ha editado Fragmenta Editorial recientemente (Barcelona, 2015). Para más información acerca del libro, pinchen aquí: