El libro del derviche
Halil Bárcena
Hay
libros -y los sufíes, en general, han sido autores muy prolíficos- que sirven
para desvelar una existencia, su entorno y capturar su alma. Pero, el sufismo
real no reside en ellos, por muy inspirados que éstos sean. Es en un ser y no
en un libro donde los sufíes descifran los secretos que después nos transmiten.
Y es que el sufismo no reposa oculto en los anaqueles de ninguna biblioteca de
no se sabe dónde, sino en el corazón enardecido de los propios sufíes, hombres
exquisitamente humildes y discretos, rigurosos y apasionados; en fin, sinceros
hasta la inconveniencia. Escribe Mawlânâ Rûmî (m. 1273):
“El
libro del sufí no está hecho de tinta ni de letras:
es sólo
un corazón blanco como la nieve.
Las
provisiones del erudito son marcas de una pluma.
¿Cuáles
son las provisiones del sufí? Marcas de pasos”.
Y es allí, en primer lugar, donde habríamos de encaminarnos
a fin de encontrarlo, si es que en verdad deseamos comprender mínimamente qué
es eso que denominamos sufismo. A los
corazones de los sufíes, que son hoy en día las verdaderas jânaqâs, lo que antaño fueron las tabernas metafóricas cantadas por
los bardos sufíes, o sea, los centros de encuentro y estudio donde se
transmitía el vino místico de la vía sufí. Mis amigos mevlevíes turcos repiten sin cesar unas palabras muy significativas
del músico y al tiempo derviche mevleví Saadettin
Heper: “Cuando la jânaqâ se cierra, el
derviche mismo ha de convertirse en una jânaqâ”. Heper sabía muy bien de
qué hablaba. No en vano, había sufrido en carne propia las consecuencias de la
prohibición y posterior intento de desmantelamiento del sufismo y todas sus
muestras, tanto públicas como privadas, impuesta por las autoridades kemalistas
de la nueva Turquía republicana, tras la aprobación, el 13 de diciembre de
1925, de la fatídica ley 677 del Código Penal.