viernes, 5 de agosto de 2011

Ciegos y sin maestros


Ciegos y sin maestros


Halil Bárcena





"Algo está pasando aquí, pero usted no sabe lo que es, Mr. Jones"

Bob Dylan


Europa -Occidente, en general- cuenta con pensadores muy notables, algunos incluso son excelentes, pero carece de maestros, lo cual es, qué duda cabe, un drama, pues nos hallamos ante una lamentable situación de anorexia sapiencial. Pero, digámoslo todo, también hay otros pensadores -europeos, por supuesto- muy mediocres, más allá del predicamento que han alcanzado, sorprendente a todas luces, en ámbitos específicos, como el feminismo o la ética, el ecologismo o la llamada new age (algunos se refieren a ella como nueva consciencia); pero preferimos no dar nombres para no escandalizar ni apuntar a nadie, aunque todos tenemos bien presente a un buen puñado de ellos (y ellas). Cuando digo maestros utilizo dicho término en su sentido más noble y tradicional, seguramente el único cabal y que vale la pena. Y es que hoy llamamos maestro a cualquiera, del mismo modo que una simple algarada (¡o acampada!) es una revolución o la pantomima sentimental se confunde con el amor, lo cual constituye una prueba inequívoca más de la infantilización inducida o deliberada de los tiempos que corren, así como del naufragio del lenguaje. Por desgracia, actualmente, las palabras obran como las sirenas de Ulises, estrellándonos contra los acantilados de la banalidad más banal.

Pero, un maestro es otra cosa muy distinta. En primer lugar, un maestro no se dedica a hacer piruetas conceptuales, ni pretende haber inventado la rueda o descubierto el fuego. Tampoco habla del ser humano como quien describe un automóvil. Nada de eso. Hegel decía de los filósofos (también vale para los teólogos) que se pasan la vida dando vueltas al templo, entendiendo templo aquí como el ámbito del misterio y lo sagrado de la vida. Pues bien, el maestro es aquel que ha penetrado en el templo, cuya puerta es baja y estrecha, lo cual significa que ante el misterio sagrado de la vida, ante lo divino si así lo prefieren, uno debe bajar la cabeza, ‘humillarse’, esto es, volverse humilde (que viene de humus, que es lo que, a fin de cuentas, somos: puro barro, eso sí, barro insuflado de espíritu). Y es estrecha también la puerta de lo sagrado, puesto que, justamente, lo sagrado exige vaciamiento; alguien lleno de sí mismo, henchido de ego, es inhábil para acceder a lo que exige traspasar los límites impuestos tanto por el yo individual como por el yo colectivo.

Decía Sohrawardí Maqtûl (m. 1191), el gnóstico persa martirizado en Alepo por los doctores de la ley islámica: "Una investigación filosófica que no desemboca en una realización espiritual personal, es una vana pérdida de tiempo; mientras que la búsqueda de una experiencia mística, sin una seria formación filosófica previa, tiene todas las probabilidades de perderse en aberraciones, ilusiones y extravíos". Pues bien, he ahí retratado parte del actual drama occidental: a lo que se dedican sus pensadores, que no maestros, no desemboca en una realización espiritual, es decir, que nadie encarna cuanto proclama. Y es que la cuestión no es tanto luchar por la justicia como ser justos, no es pelear por la verdad como ser verídicos, entre otras cosas porque la verdad, como la vida, no es nada que se pueda poseer. En suma, no hay cambio sin cambiarse. He ahí lo que no acabamos de entender y he ahí también la ‘revolución fundamental’ de la que hablaba Jiddu Krishnamurti; una revolución lenta, que comenzó en Atapuerca y que aún prosigue, la única revolución que merece dicho nombre, la de convertirnos en verdaderos seres humanos, lo cual implica también descubrir nuestra dimensión más sutil, ese constituyente antropológico al que denominamos espíritu y que tantos y tantos pensadores europeos de ayer y de hoy -ciegos en su soberbia necedad, carentes de oído musical para la espiritualidad) continúan ignorando, algo que jamás hace un verdadero maestro.

Por eso, me sorprende (¡e indigna!) tanto que ciertas formas de protesta que últimamente se exhiben en las plazas de nuestras ciudades sigan empecinadas en tomar al hombre sólo en su dimensión de homo economicus, sin que lo cultural y no digamos ya lo espiritual apenas aparezca mencionado, cuando la verdadera crisis que nos asola tiene que ver, justamente, con el desmantelamiento axiológico de nuestras sociedades europeas, huérfanas de espíritu y de luz. ¡Qué decir o qué esperar de un movimiento que toma por icono el pensamiento ramplón de José Luis Sampedro, entrañable economista metido a novelista de éxito... y poca cosa más! Lo dicho, tenemos pensadores, pero carecemos de maestros, y así nos va.