Halil Bárcena, "Perlas sufíes. Saber y sabor de Mawlânâ Rûmî" (Herder, 2015).

«Es verdad que jamás un amante busca a su amado sin haber sido buscado antes por éste» (Mawlânâ Rûmî, Maznawî III, 4393. Traducción: Halil Bárcena).

¡... Eyval·lah ...!

AVISO PARA NAVEGANTES

Amigas y amigos, salâms:

Bienvenidos al blog del "Institut d'Estudis Sufís" de Barcelona (Catalunya - España), un centro catalán e independiente, dedicado al estudio de la obra del sabio sufí Mawlânâ Rûmî (1207-1273) y el cultivo del sufismo mevleví por él inspirado, en nuestro ámbito cultural.

Aquí hallarán información puntual acerca de las actividades públicas (¡... las privadas son privadas!) que periódicamente realiza nuestro instituto. Dichas actividades públicas están abiertas a todo el mundo, ya que nadie ha encendido una luz para ocultarla bajo la cama, pero se reserva siempre el derecho de admisión, porque las perlas no están hechas para los cerdos.

Así mismo, hallarán en el blog diferentes textos y propuestas relacionados con el islam, el sufismo y la sabiduría tradicional. Es importante saber que nuestra propuesta sufí está enraizada en la sabiduría coránica y la
sunna muhammadiana, porque el sufismo es el corazón del islam, pero el islam es el corazón del sufismo.

El blog está pensado como una herramienta de trabajo para todos aquéllos que tienen un sincero interés por Mawlânâ Rûmî, en particular, y la senda del sufismo islámico, en general. Por ello, sus contenidos se renuevan puntualmente. Si se suscriben al blog podrán recibir información puntual sobre todas las novedades que se produzcan.

Para cualquier tipo de consulta o información, no duden en ponerse en contacto con nosotros, a través de nuestra dirección de correo electrónico: sufismo786@yahoo.es

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Reciban un cordial saludo, sean quienes sean y lo que sean, estén donde estén, y muchas gracias por su visita. Huuu...!

Halil Bárcena

Director de l'IES

Yâ man Hû...!

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lunes, 30 de noviembre de 2009

El Amigo


“El compañero del camino
que no es amigo del Amigo,
es sólo causa de problemas.

Haz lo que convenga,
pero no te asocies con el ignorante,

pues te dará una imagen
de ti falsa, que enturbiará

tu verdadero rostro”

Mawlânâ Rûmî (m. 1273)








Comentario:
En el camino, tan importante como caminar es con quién lo haces. Búscate buena compañía, buscadores -¿o tal vez habríamos de decir encontradores?- serios, que sean tenaces y tolerantes, de voluntad firme y amorosos. De otro modo, no conseguirás nada, más que perder el tiempo; y, recuerda, la vida es corta, muy corta, como para andar por ahí dando tumbos. Con el ignorante como compañero de ruta acabarás extraviado. El ignorante es todo aquel que frena, distorsiona o equivoca; o todo a la vez. El ignorante no es un amigo, ni sabe nada del Amigo, que es todo eso que ante ti se despliega a raudales a cada instante, sin pedirte nada a cambio, como los buenos amigos. Cuidate del ignorante, porque te conducirá a la ruina. Con él como acompañante jamás saldrás de la jaula del ego. No despertarás junto a alguien que está dormido. Necesitas junto a ti a un amigo que te acoja pero que te exija, no a quien detiene tu paso por celos, mala fe o mediante falsos halagos. El amigo jamás es un adulador. No prestes oídos al mal que de ti digan, pero tampoco te embeleses con camelos. Cuestiona en todo momento cuanto bueno afirmen de ti, no vaya a ser que te creas alguien importante cumpliendo una tarea única. El ego es escurridizo y se cuela fácilmente por las rendijas de la vanidad. El ego común es un mal aliado que camina siempre junto a ti, pero el ego del espiritual aún es peor, pues su andar es mucho más sutil. ¡Cuidate muy mucho del ignorante, aunque vaya cubierto con los ropajes del santo! Halil Bárcena

viernes, 27 de noviembre de 2009

Huanine (Islas de la Sociedad, Polinesia Francesa)

Este cronista es consciente que, tratándose de las islas de la Polinesia Francesa, resulta imposible destacar a una por encima del resto, ya que todas ellas son de una belleza superlativa, que le hacen sentirse a uno impotente a la hora de manejar las palabras con que describirlas. Resulta imposible y, además, sería injusto, pues cada una muestra, a su manera, un matiz diferente de una belleza, insisto, superlativa.







Raiatea, tenida por sagrada, fue la primera isla poblada por los pueblos polinesios, y punto de partida de las grandes migraciones hacia el resto de las islas de un océano, el Pacífico, que es eso, calmo y pacífico, pero sólo a ratos, pues, por momentos, despliega una bravura y fiereza desmedidas; y si no que se lo pregunten a los locos del surf, que cuentan aquí con uno de sus paraísos predilectos a la hora de tomar olas. Conocida bajo el nombre de Hawaiiki, Raiatea es el corazón de la cultura y espiritualidad polinesias, ricas en mitos y leyendas.









Una huella que aún perdura de dicha espiritualidad polinesia es el marae, o espacio de culto, de Taputapuatea, lugar de peregrinación tanto para los maoríes de Nueva Zelanda como para los hawaianos. Se ha de decir que pocos son los maraes que quedan en pie en la actualidad. La mayoría fueron destruidos, en nombre de la cruz, por la furia intransigente de los colonizadores blancos de los siglos XVIII y XIX, henchidos de ardor religioso y de puritanismo. Y es que por prohibir, prohibieron los tatuajes, el ukelele, el pareo y hasta el uso de la piragüa, símbolos todos ellos de la identidad polinesia. Pero, su esfuerzo resultó en vano, ya que desde finales de los años 70 del siglo pasado, todo ello ha sido recuperado con una pasión inusitada, al tiempo que ha ido creciendo entre la población autóctona el orgullo de una cultura pisoteada durante largo tiempo.






La cercana isla de Taha'a, a pocos minutos en barca desde Raiatea, con la que comparte lagoon, la laguna protegida por los atolones y arrecifes de corales, es conocida como la "isla vainilla”, ya que en dicha isla se efectúa
el 80% de la producción de la tan celebre vainilla de Tahití, una variedad muy apreciada en todo el mundo. Sea como fuere, el caso es que la vainilla, preciosa orquídea, impregna con su perfume una isla que parece un inmenso jardín de tonos rojizos, perfumado a todas horas. Dicen los viejos del lugar, no lo sé, que es en Taha'a donde aún se sigue conservando el encanto de la Polinesia de antaño.








La isla de Morea, por su parte, es un jardín exuberante, rodeado por un lagoon de unas aguas límpidas y cristalinas, como jamás antes había visto este cronista. Los fondos marinos de la bahía de Nouarei, por ejemplo, son sencillamente increíbles, con peces de todos los colores imaginables, corales y hasta algún que otro tiburón que merodea de aquí para allá, dejando ver sus inquietantes aletas negras y amarillas.







De Bora Bora, junto a la ya citada Morea, las dos islas más sofisticadas de toda la Polinesia de habla francesa, destacan los mil y un tonos azules del mar, así como los motus, los islotes arenosos planos desgajados de la isla principal. Para mi gusto, nada sobra en Bora Bora, salvo, tal vez, un cierto turismo norteamericano de lujo, acostumbrado a mirar por encima del hombro, que no contento con haber medio trillado Hawai, en definitiva isla estadounidense, pretende hacer lo propio con este pequeño y exclusivo paraíso llamado Bora Bora, donde, por cierto, los precios de todo son desorbitados. Quien esto escribe jamás había visto tanta belleza junta, es cierto, pero tampoco había pagado lo equivalente a casi seis euros por un café.






Tahití es la isla más grande, y administrativamente la principal, de toda la Polinesia, cuya capital es la moderna ciudad de Papeete, donde el viajero pasó poco más de quince horas, suficientes, no obstante, para comprar un ukelele, instrumento mayor de la alegre música polinesia, y adquirir los rudimentos musicales de un instrumento, tenido por sagrado por los autóctonos, que sabe a estas islas de los mares del sur y sus calmas, tolerantes y acogedoras gentes, que tienen de franceses sólo el pasaporte, pues nada hay tan alejado de la altivez gala como el espíritu polinesio.



Hablando de tolerancia, una de las cosas que sorprende sobremanera es la normalidad con la que el elevado número de travestis locales ocupan cargos en bancos, restaurantes, hoteles y demás, sin que nadie haga grandes alharacas por ello. Cada tarde, tras la puesta del sol, junto al puerto de Papeete, se monta y desmonta con suma celeridad un mercado ambulante y una suerte de gran restaurante público, consistente en un buen número de furgonetas-cocina que preparan todas suerte de platos exquisitos, mezcla de las múltiples influencias que ha recibido la isla. Los chinos, o mejor dicho, los polinesios de origen chino, copan el lugar, como sucede en muchos ámbitos de la vida de estas islas. Con todo, este cronista es de la opinión que la mayor aportación china tiene que ver con la belleza femenina, puesto que el rsultado del cruce entre lo chino y lo polinesio ha sido estupendo. Y es que el mito de la vahiné tahitiana, prototipo de la belleza exótica femenina, es sólo eso, un mito. La realidad, se lo aseguro, es otra bien diferente, por desgracia.






Por último, escribiré unas breves líneas sobre la isla de Huanine, mi rincón preferido en la Polinesia. Insisto, todas las islas son de una belleza extrema y es imposible decir cuál lo es más. Lo que ocurre es que a quien esto escribe le gustan los jardines y los secretos y Huanine es ambas cosas a la vez: un jardín secreto de una sensualidad indescriptible. La isla está adornada de playas de arena blanca e islotes coralinos desiertos, donde uno puede sentir de forma aproximativa lo que sintió Robinson Crusoe. Uno piensa que la libertad son muchas cosas, pero una de ellas es perderse en piragüa mar adentro, entre corales y motus desiertos bañados por aguas color turquesa. Perderse en estas aguas es perderse uno mismo también. Remar es salir de uno, descomplicarse, volverse más sencillo, más espontáneo, más natural.





Todo eso fue lo que ví, por cierto, en el aeropuerto de Bora Bora, encarnado en un polinesio. Era un hombre maduro, alto, con planta aristocrática, pero no afectada, que vestía un pareo de colores vivos, sin calzado alguno, moreno de piel y amplia cabellera larga adornada con rastas, que llevaba desenfundado entre sus manos un ukelele, que tañía con gracia, mientras hacía cola para embarcar. Ese hombre cruzó así la pista del aeropuerto, descalzo, tocando el ukelele, como quien no quiere la cosa, hasta subir al pequeño avión que volaba no sé adónde. Ese hombre, se lo juro, era un hombre libre; que, ¿quién me lo dijo? Yo lo ví.





No me extraña que hasta estas islas viniesen artistas, músicos y escritores como el cantante belga Jacquel Brel, por ejemplo, o el pintor galo Paul Gauguin, que llegó aquí en los años 80 del siglo XIX y aquí murió; y hasta el escritor catalán Josep Maria de Segarra, quien anduvo por estos lares huyendo de la guerra civil española, subvencionado por el político y mecenas Francesc Cambó. Fruto de su estancia es La ruta blava, un excelente y delicioso libro de viajes, en el que destaca el penetrante ojo clínico del autor barcelonés. Muchas de sus predicciones de entonces hoy son realidad. Por ejemplo, que los religiosos cristianos no podrían doblegar el calmo pero tenaz espíritu polinesio, como así ha sucedido; y el predominio chino en todos los ámbitos, como también ocurre. Me despido ya de estas islas, y lo que me sorprende al hacerlo no es haber ido tan lejos, sino que haya vuelto de un paraíso como ése.



Halil Bárcena (agosto 2009)



jueves, 26 de noviembre de 2009

Música y calidad humana

La música y el cultivo

del silencio interior


Lili Castella*


"Escucha el ney, escucha su historia…"

(Mawlânâ Rûmî, m.1273)




Así empieza el Masnaví, la obra quizás más importante del poeta y místico persa Mawlânâ Yalâl al-Dîn Rûmî (1207-1273), inspirador de la vía “mevleví” de conocimiento interior basado en la música y la danza. Su mística de la escucha guiará en buena medida la presente reflexión.



Esta invitación a la escucha es la puesta en términos musicales del reto fundamental que plantea el Corán (fuente primera y principal de la que bebe el sufismo) al hombre, a saber: “Iqrâ!” (Corán 96.1) que significa recita, lee, y por extensión, estudia, reflexiona. El reto es pues comprender, conocer, “escuchar”. Este reto e invitación al conocimiento supone en el islam la interiorización de su intuición fundamental, el tawhid o unidad de la existencia. El reto es, pues, escuchar para conocer.

“El conocimiento silencioso es el conocimiento central de la condición humana” [1], lo cual, dicho en lenguaje sufí, significa recordar la olvidada naturaleza primordial unitiva (fitra) del ser humano. Veremos cómo la música es instrumento adecuado para transitar del olvido (gafla) al recuerdo (dhikr), y cómo es ya, aquí y ahora, expresión de este conocer, de la dimensión absoluta de la existencia, de Él (Hû), dirán los sufíes. Y veremos que este conocer es indisociable no sólo del interés, sino del maravillamiento (hayrat) y del amor por todo cuanto existe.

Que tanto el conocimiento silencioso como las facultades que pone en juego la música sean capacidades intrínsecas a nuestra biología, a nuestra antropología profunda, tiene dos consecuencias fundamentales: la primera es que no hay nada que creer, sino simplemente que recordar o re-actualizar, y la segunda es que, en potencia, el conocimiento silencioso, en este caso a través de la música, está al alcance de cualquier ser humano.


* * *



“Yo soy el susurro del agua en los oídos del sediento.
Vengo como la lluvia suave del cielo. ¡Levántate amigo, despierta!
¡El ruido del agua, tú sediento y duermes!”


(Mawlânâ Rûmî, m.1273)


Vivimos tan inmersos en el ruido ensordecedor de nuestros deseos, temores y expectativas (nafs ammâra), que si no se crea en nosotros una intuición, presentimiento o sospecha de que hay algo que escuchar más allá de este ruido incesante y obsesivo, nunca despertará en nosotros el anhelo de emprender el camino de regreso. La música, por su propia naturaleza, es instrumento adecuado para crear esta intuición. Ello por varios motivos: la música, es audible y, por tanto, sensible, pero al mismo tiempo es intangible, lo cual sugiere otra dimensión de la existencia; la música no tiene utilidad alguna, es gratuita en el sentido de que no es estrictamente necesaria para la supervivencia (es revelador que en francés a hacer música se le llame “jouer”, jugar) y por tanto es susceptible de una aproximación sin expectativas, deseos ni temores; la música evidencia que existen otros sonidos que no son los de nuestro ruido interno.






Finalmente, la música por su carácter intangible tiene un componente abstracto que la hace especialmente apta como vía de conocimiento, puesto que al no apoyarse en representación ninguna, puede contribuir a “disolver la imagen o lo que le corresponde en el orden mental” y es “vía por la que el alma se desprende de sus objetos interiores".

* * *



“¡Permanece atento!
Tápate las orejas y luego escucha.”


(Mawlânâ Rûmî, m.1273)

Caer en la cuenta de que es el ruido interno el que impide pasar del oír al escuchar es comprender la necesidad de silenciarlo. Y es que “el silencio es la condición del conocimiento, es su guía, es el que discierne con certeza, es el que revela el conocimiento y es su efecto”
[3]. Por si no quedara claro, explica Rûmî: “Dios dijo a las orejas: “permaneced en silencio. Cuando nace el bebé, primero guarda silencio, es todo oídos. Durante un tiempo ha de abstenerse de hablar, hasta que aprende a hacerlo…Dado que para hablar hay primero que entender, ven a la palabra con la oreja despierta” [4].

Y es que para este nuevo hablar, ya no vale el lenguaje de las palabras. Dice nuevamente Rûmî: “La historia admite ser contada hasta este punto. Pero lo que sigue está oculto y es inexpresable en palabras. Aunque intentara hablar y expresarlo en cien formas, sería inútil. El misterio no se torna más claro. Puedes cabalgar sobre un caballo ensillado hasta la orilla. Pero a partir de ahí tienes que servirte de un caballo de madera. Un caballo de madera es inútil en tierra firme. Pero es el vehículo especial para los que viajan por el mar. El silencio es este caballo de madera. El silencio es el guía y el sostén de los hombres de mar”
[5].

Creado el presentimiento, la música adquiere entonces otro nivel de profundidad y opera como signo, como espacio intermedio (barzâj), que permite transitar del olvido al recuerdo, del oír al escuchar, del oído externo al oído del corazón, de lo aparente (zâhir) a lo oculto (bâtin). La eficacia del signo consiste en que despierta una carencia, incita a la curiosidad, provoca una búsqueda puesto que un signo es “la manifestación, en una modalidad inferior, de la realidad superior que simboliza y que tiene con él una relación tan estrecha como la raíz con la hoja del árbol”
[6].


Muchos son los aspectos de la música sufí que apuntan a estos espacios intermedios. Así, por ejemplo, el deslizarse de una nota a la siguiente del rebâb [7]. A diferencia de la manera de tocar el violín en la música occidental en que se transita de una nota a la siguiente dejando un vacío físico y acústico entre una y otra, el instrumentista de rebâb se desliza entre ellas, entrelazándolas, haciendo así aparente, tanto en su movimiento físico como a nivel acústico, este espacio sutil intermedio entre una y otra nota. Especialmente, sutiles son los espacios intermedios, casi imperceptibles, en los cambios de dirección en el paso del arco que sugieren la facilidad del tránsito de lo sutil a lo aparente de quien va comprendiendo que en definitiva lo sutil está en lo aparente y viceversa.


Precisamente, a esta interpenetración de los aparente y lo oculto hace referencia una característica muy especial de los principales instrumentos sufís, el ney y el rebâb, a saber, la gran cantidad de sonidos armónicos que producen. Los sonidos armónicos son aquellos sonidos simultáneos y diferentes, pero a la vez acordes, que se emiten junto con un sonido principal. Así, por ejemplo, el intérprete de ney o de rebâb emite un sonido concreto, un rast, por ejemplo, equivalente al sol occidental. Pues bien, juntamente con este sol principal, de manera sutil pero perceptible, se están emitiendo muchos sonidos más.



Hay otro momento de presencia/ausencia del sonido especialmente significativo. Es el instante final de una frase musical o de una interpretación en que, después de la última nota, resuena durante intensos instantes la vibración de todo cuanto acaba de acontecer. Y en un punto aún más sutil podría hablarse del estilo turco de tocar el ney que consiste en emitir un sonido acompañado de sus correspondientes armónicos y además proyectar mucho aire. Se produce así un sonido profundo y evocador. Aire y sonido, música y silencio, ¿cuál es la diferencia?, ¿dónde está la frontera? Progresivamente, la dualidad se va desvaneciendo.



* * *



“Alguien dentro de tu respiración, te da también respiración.
Respira con Él hasta tu último aliento,
pues Él te lo da con amabilidad y misericordia”

(Mawlânâ Rûmî, m.1273)

Aire y sonido, ¿qué es si no, la respiración, la música más sutil que nos viene dada? Una vez más no se trata de ir a ninguna parte, sino de re-cordar, esto es volver a llevar al corazón, lo que ya somos. Y es que no somos sino pura música sutil, pura respiración, pura vibración, pura vida.

Instalarse en la respiración y estar plenamente presente en la música que se escucha o se interpreta comporta llegar a un punto en que la respiración y la música se penetran mutuamente, se disuelven una en la otra, de forma que ya no se distingue si la respiración emana de la música o a la inversa. La música que se escucha parece surgir de la respiración, y la respiración se manifiesta en las infinitas melodías que desgrana la música. Hay un tal embellecimiento gratuito de la respiración, manifestación y signo de vida, que se tiene noticia de que la vida es puro don, pura gratuidad. Casi imperceptiblemente se ha producido el tránsito del respirar necesitado para sobrevivir al respirar como don gratuito. Esta certeza lleva a la comprensión de que el yo no es ningún actor. Dice nuevamente Rûmî: “Yo soy tu laud, eres tú quien pulsas cada una de mis cuerdas; tú, quien las haces vibrar”; o también:
“Somos el ney, nuestra música proviene de ti”.

Se inicia así el viaje de retorno a lo que en esencia somos pero hemos olvidado. Y es que para Rûmî, conocer es recordar lo que en clave puramente simbólica se expresa en la azora 7, aleya 172, del Corán, en la que que las criaturas, aún no en el mundo, a una pregunta de Dios, recuerdan su naturaleza primordial unitiva.





También esta experiencia de unidad se manifiesta en múltiples aspectos de la música sufí. Así, la estructura de sus obras musicales que, a semejanza del punto -la figura geométrica que en el arte islámico como la caligrafía expresa por excelencia la unidad-, se desarrollan a partir de la nota que define el maqâm (ver nota explicativa). Así, el inicio de una composición marca claramente el punto central, esto es, la nota que define el maqâm. Cuando ha quedado grabada en el oído del oyente, dicha nota, en un primer círculo de notas muy próximas a la principal, se expande para retornar al punto central. Se van sucediendo círculos concéntricos cada vez más amplios que llevan a notas cada vez más lejanas del centro, pero la nota que define el maqâm está siempre presente, como centro sutil omnipresente. Y es que, por mucho que el compositor se aleje de este centro, existen notas específicas que, a modo de los radios de una rueda acortan el camino de vuelta hacia el centro, adonde retorna la composición, a su término.

* * *



“Éramos una misma sustancia, como el Sol: sin nudos y puros, como el agua. Cuando tan benéfica luz tomó forma, se volvió numerosa como las sombras de una almena. Arrasa la almena con la catapulta para que se desvanezcan las diferencias entre esta compañía”

(Mawlânâ Rûmî, m.1273)

Quien interioriza la unidad de todo cuanto existe ya no se dispersa en la aparente multiplicidad, sino que por el contrario ve en lo múltiple la expresión de lo único. Así, por ejemplo, no es casualidad que los materiales que componen el rebâb representen los tres mundos vegetal (la madera y el coco), mineral (presente en dos de sus tres cuerdas) y animal (las crines de caballo que configuran una de las cuerdas y el arco), lo cual es signo de que no hay nada que no vibre, nada que no suene, nada que no sea música.

Lo múltiple diciendo lo único se expresa también en la característica fundamental de la música culta del islam: el unísono. Es ésta una música que no se despliega en distintas voces, sino en la que todos los instrumentos, cantan la misma melodía. El unísono requiere una afinación completa, un salir de uno mismo para vibrar con el todo. Y es esta capacidad de afinarse con la vibración de todo cuanto existe es la que produce el interés y más allá aún del interés, el maravillamiento (hayrat). Para quien ha comprendido, no hay nada que no le cante a Él (Hû), nada que no sea lugar teofánico.

“A través de la eternidad la belleza descubre Su forma exquisita.
En la soledad de la nada coloca un espejo ante Su Rostro
Y contempla Su propia belleza. Él es el conocedor y lo conocido,
El observador y lo observado. Ningún ojo excepto el Suyo ha observado este universo"

(Mawlânâ Rûmî, m.1273)

Y también:
“Recuerda que el mundo entero es un espejo. Que en cada átomo se ocultan miles de soles radiantes. Que de cada gota de agua derramada brotan miles de océanos. Que de cada puñado de polvo pueden nacer mil hombres. Recuerda que un grano de mijo alberga un universo”

(Mahmûd Shabistarî, m.1340)

Notas:

[1] Marià Corbí, Conocer desde el silencio, pág. 9
[2] Marià Corbí, ibídem, p. 40
[3] Masnaví I, citado en Eva de Vitray-Méyérovitch, “Mystique et poésie dans l’Islam”, pág.58
[4] Ibídem
[5] El rebâb, instrumento de tres cuerdas frotadas por un arco y el ney, la flauta de caña, son dos de los instrumentos de mayor simbolismo en la mística de la escucha de Mâwlanâ Rûmî



Lili Castella es licenciada en derecho e intérprete de piano y rebâb. Jefa de estudios del CETR y coordinadora del Institut d'Estudis Sufís de Barcelona

lunes, 23 de noviembre de 2009

No ser más que Él


"Si Tu eres océano, yo soy pez;
si Tu eres desierto, yo soy gacela.
Lléname de tu aliento,
que mi vida depende de él.
Yo soy tu ney, tu ney, tu ney*...!"

[* flauta derviche de caña]


Mawlânâ Rûmî (m. 1207)







Comentario:
El ney, la emblemática flauta de caña cantada por Mawlânâ Rûmî en tantos de sus versos, especialmente en el pórtico de su Masnaví, es el instrumento musical sufí por antonomasia; el preferido por los derviches. Y lo es no sólo por su tímbrica lastimera que canta el desarraigo humano y las ansias de unión. Porque el ney es más que un simple instrumento musical. El ney es el símbolo del propio derviche, ese ser espontáneo y descomplicado, transparente y vaciado de sí mismo, a través del cual transita el aliento de la vida, transformándose en melodía en él. Y es esa melodía la que otorga veracidad (y también autoridad) a cuanto dice. Poseer veracidad (autoridad también, insisto) es aquí haber realizado, esto es, encarnado, lo que está mostrando, hasta el punto de, aun siendo el mismo, no ser ya él mismo, sino Él, un instrumento del absoluto. Nadie que no sea hombre de cualidad humana profunda puede aportar cualidad a nadie. Nadie que no se haya conmovido interiormente puede conmover a nadie. Lo que a las gentes les conmueve del derviche no es tanto lo que dice, sino cómo dice lo que dice -¡esa es su veracidad y su autoridad!-, a diferencia de quienes no han hecho de la enseñanza sufí carne de su carne, cuyo decir es un mero parloteo sin atisbo de vida, imitación muerta, caricatura grotesca. Halil Bárcena

lunes, 16 de noviembre de 2009

En el círculo de los derviches



“Siéntate en este círculo.
Cierra los ojos, para ver con el otro ojo.
Abre las manos, si quieres que te abracen”

Mawlânâ Rûmî (m. 1273)



Comentario:
Sentarse en el círculo de los derviches es disponerse a compartir la vía sufí del amor que es conocimiento y del conocimiento que es amor. En la senda interior se camina solo, pues nadie puede dar ni siquiera un paso por nadie, pero en compañía. Los derviches permanecen solos, pero juntos; juntos, pero solos. Lo que los derviches comparten, fundamentalmente, es el silencio. El silencio en solitario es plata; el silencio colectivo, oro. Silenciar la mente quiere decir permanecer en el centro, residir en el eje, sin elegir, habiéndose liberado, pues, de la atracción de lo que me agrada y de la repulsión de cuanto me repele. Sentarse entre los derviches y cerrar los ojos quiere decir también, entre otras cosas, no perseguir ni querer atrapar nada. De otro modo tu silencio será esforzado, no de paz. Has de saber que cerramos los ojos físicos para que sea el ojo del corazón el que perciba la realidad real, a fin de conocer la profunda significación de las cosas, pero eso, insisto, ni se busca ni se persigue. Sin embargo, no acaban ahí las cosas. Sentarse en el círculo de los derviches significa también darse al otro, para poder acogerlo; pero si no abres las manos, jamás nadie te abrazará y permanecerás, aislado y avinagrado, como el vino echado a perder. A los otros no puedes tratarlos a puñetazos. El derviche tiene las manos abiertas y limpias, porque tiene el corazón abierto y limpio. Quien vive apretado en un puño, no ha conocido el amor, que es, básicamente, salir de uno mismo, de su propia egocentración y pútrido aislamiento. El círculo de los derviches es una escuela de conocimiento y, por consiguiente, una escuela de amor. Se viene a cerrar los ojos y abrir la comprensión, y a abrir las manos y ensanchar el corazón. Halil Bárcena

lunes, 9 de noviembre de 2009

El ojo de los buscadores


"No mires al bello Amado con tus ojos.
Contempla al que buscas
con el ojo de los buscadores"

Mawlânâ Rûmî (m. 1273)







Comentario:
Mientras busques desde tu ego, hallarás lo que éste desee hallar, y no otra cosa. Mientras veas desde tus ojos, verás lo que éstos deseen ver, y nada más. A no ser que mires con el ojo del corazón, eso que los derviches denominan ayn al-qalb, el ojo de los buscadores sinceros, no verás más que lo que, en el fondo, deseas ver, esto es, lo mismo de siempre, lo que te satisface y conforta, lo que te empuja a creer que estás cumpliendo algo importante. El primer requisito de la senda sufí es modificar el punto de vista con el que miras. Desde ti, nada es posible; fuera de ti, todo. De ahí que no puedas imponerle nada al camino. No pretendas, pues, diseñarte un camino a tu medida. La senda sufí no es un antojo. Nadie se acerca a una janaqa, a una taberna derviche, "para ver si es esto lo que estoy buscando", como a menudo se suele oír. En el sufismo no hallarás nada que hayas conocido antes, ya que, forzosamente, habrás de transitar por rutas jamás transitadas. Y si modificar la mirada es el primer requisito, la humildad es el segundo. Y es que, ciertamente, se precisa una gran humildad para tan grande ambición. Halil Bárcena

lunes, 2 de noviembre de 2009

De la locura


"Puesto que la inteligencia es la que excita
en ti el orgullo y la vanidad. ¡Vuélvete loco,
a fin de que tu corazón permanezca cuerdo!"


Mawlânâ Rûmî (m. 1273)




Comentario:
El cambio, todo cambio, siempre viene de fuera y atañe, por lo general, a cosas exteriores. Pero, no es de cambiar de lo que los derviches nos hablan. Hay quien cambia, pero no se transforma lo más mínimo. Así pues, cambia todo cuanto desees, pero sabiendo que eso, por sí solo, en modo alguno te transformará. El cambio es siempre aparente; la tranformación, radical, porque tiene que ver, justamente, con la raíz de las cosas. La tarea sufí o es transformadora, esto es, de raíz, o no es nada. Quien permanece aferrado a los cambios exteriores suele ser, no falla, un vanidoso. Su único afán es mostrarse ante los demás como alguien que está cumpliendo con algo importante. Sus cambios, sin embargo, se mueven en el ámbito del ego pensante, henchido de inteligencia, pero a penas rozan ni su corazón ni sus entrañas. Son, por consiguiente, cambios previsibles, que muy pronto se vuelven rancios, cuando, en realidad, todo en la vía interior es novedad imprevisible. Hollar la senda sufí, seguir el ejemplo de los derviches, comporta optar por la vía de la locura. Porque hay que estar loco de remate para preferir la tranformación radical, que implica siempre inseguridad, al cambio, que se mueve en el ámbito de lo conocido. Y la transformación siempre viene de la mano de la comprensión de la propia naturaleza, de lo que uno es realmente, y no de lo que cree ser. Lo decía 'Alî, paladín de los derviches: "Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor". O lo que es lo mismo, quien descubre su naturaleza real, lo descubre todo. Pero, para ello es preciso vender la propia inteligencia y comprar admiración. Esa es la vía sufí, a eso invitan los derviches. No he visto jamás un derviche que no estuviese loco de atar. Pero, amigos, ¡cuánta cordura hay en la locura de un derviche! Halil Bárcena

Lecturas recomendadas

  • Abbas Kiarostami, Compañero del viento (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2006).
  • José Antonio Antón Pacheco, Intersignos. Aspectos de Louis Massignon y Henry Corbin (Athenaica, 2015).
  • Khalili, Una asamblea de polillas (Mandala, 2012).
  • Masood Khalili, Los susurros de la guerra (Alianza, 2016).
  • Olga Fajardo (ed.), La experiencia contemplativa. En la mística, la filosofía y el arte (Kairós, 2017).
  • Seyed Ghahreman Safavi, Rumi's Spiritual Shi'ism (London Academy of Iranian Studies, 2008).
  • Shams de Tabriz, La quête du Joyau. Paroles inouïes de Shams, maître de Jalâl al-din Rûmi. Trad. Charles-Henry de Fouchécour (CERF, 2017).
  • Tom Cheetham, El mundo como icono. Henry Corbin ya la función angélica de los seres, (Atalanta, 2018).

¡Ah... min al-'Eshq!

"A nosotros que, sin copa ni vino,
estamos contentos.
A nosotros que, despreciados o alabados,
estamos contentos.
A nosotros nos preguntan: “¿En qué acabaréis?”.
A nosotros que, sin acabar en nada,
estamos contentos"

Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī

¡... del movimiento a la quietud!

... de la palabra al silencio !!!

"Queda mucho por decir,
pero será Él quien te lo diga
para que lo entiendas, no yo"

Mawlânâ Yalâl al-Dîn Rûmî (m. 1273)