Halil Bárcena, "Perlas sufíes. Saber y sabor de Mawlânâ Rûmî" (Herder, 2015).

«Es verdad que jamás un amante busca a su amado sin haber sido buscado antes por éste» (Mawlânâ Rûmî, Maznawî III, 4393. Traducción: Halil Bárcena).

¡... Eyval·lah ...!

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Amigas y amigos, salâms:

Bienvenidos al blog del "Institut d'Estudis Sufís" de Barcelona (Catalunya - España), un centro catalán e independiente, dedicado al estudio de la obra del sabio sufí Mawlânâ Rûmî (1207-1273) y el cultivo del sufismo mevleví por él inspirado, en nuestro ámbito cultural.

Aquí hallarán información puntual acerca de las actividades públicas (¡... las privadas son privadas!) que periódicamente realiza nuestro instituto. Dichas actividades públicas están abiertas a todo el mundo, ya que nadie ha encendido una luz para ocultarla bajo la cama, pero se reserva siempre el derecho de admisión, porque las perlas no están hechas para los cerdos.

Así mismo, hallarán en el blog diferentes textos y propuestas relacionados con el islam, el sufismo y la sabiduría tradicional. Es importante saber que nuestra propuesta sufí está enraizada en la sabiduría coránica y la
sunna muhammadiana, porque el sufismo es el corazón del islam, pero el islam es el corazón del sufismo.

El blog está pensado como una herramienta de trabajo para todos aquéllos que tienen un sincero interés por Mawlânâ Rûmî, en particular, y la senda del sufismo islámico, en general. Por ello, sus contenidos se renuevan puntualmente. Si se suscriben al blog podrán recibir información puntual sobre todas las novedades que se produzcan.

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Halil Bárcena

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viernes, 30 de enero de 2009

Del reconocerse


"Quien reconoce sus propias deficiencias
galopa a toda velocidad
en el camino de pefeccionarse"


Mawlânâ Rûmî (m. 1273)






Comentario:
Pensar que el derviche carece de lo que vulgarmente conocemos como defectos es desconocer casi todo del camino interior. Y es que quien holla la senda sufí no es una suerte de superhombre o de atleta espiritual inmaculado. Por supuesto, el derviche tiene defectos. Y quien lo ponga en duda, insisto, sabe poco de los sufíes y de la senda sufí. La diferencia estriba, sin embargo, en que mientras el derviche tiene defectos, el hombre común es sus defectos. Y ello gracias a que el derviche ha sabido tomar distancia respecto a los caprichos de su ego. Sin reconocer los propios límites es imposible que el hombre recorra ni siquiera dos pasos en la senda, porque a la postre sólo es posible transformar lo que se conoce. Y conocer es ver, que es lo único que importa. No se avanza en la senda a golpe de voluntarismo. Eso sería algo así como tratar de hacer crecer un árbol estirándole de las ramas. Halil Bárcena

domingo, 25 de enero de 2009

Agra (India)


Rabindranath Tagore, el gran poeta indio en lengua bengalí, dejó dicho: "El Taj Mahal es una lágrima en la mejilla del tiempo". Pues bien, dicha lágrima de mármol de blancura marfileña con incrustaciones de piedras preciosas es el motivo, y no otro, de visitar hoy la sucia y caótica ciudad de Agra, antigua capital del imperio mogol, a escasos doscientos kilómetros de Nueva Delhi. Porque el viajero no visita Agra, sino el Taj Mahal, una de las siete maravillas del mundo, obra cumbre del arte mogol, sabia síntesis de modelos persas e hindúes, y, por ende, de la arquitectura islámica.



Es cierto que Agra, aún hoy famosa por sus piedras preciosas, atesora otros monumentos históricos de notable interés, como el mausoleo de I'timad-ud-Dawla, por ejemplo, o, más importante aún, el majestuoso Lal Qila' o Fuerte Rojo de Akbar, el más tolerante e inteligente de los emperadores mogoles, pero aún así el motivo principal de la visita de dicha fortaleza mogol no es sino poder contemplar el Taj Mahal de lejos, especialmente su magna cúpula en forma de bulbo de flor de loto, alzándose junto a la alta orilla del Yamuna, río sagrado para los fieles hindúes.




El Taj Mahal, literalmente "la corona del lugar", es único. Pocos monumentos hay en el mundo que consigan transmitir tanta belleza como el célebre mausoleo que el emperador Shah Yahan hizo levantar en recuerdo de su amada esposa Mumtaz Mahal, fallecida el año 1630. Tal vez sea esa la razón de que, por muchas veces que el viajero lo haya visitado, jamás se canse de admirarlo una y otra vez. Y es que uno no se cansa jamás de la belleza, que es el esplendor de la verdad o del orden, como tampoco se cansa uno del amor.



El Taj Mahal, paroxismo de la luz y la simetría, fue construido entre 1632 y 1634, todo él en mármol de Makrana, en el Rajastán, gracias al buen hacer del arquitecto persa Ustad Mulla Murshid, natural de Shiraz, ciudad del sur de Irán donde aún hoy se le recuerda, a quien se le aplicaron las más crueles torturas una vez finalizada tan excelsa obra, a fin de que jamás pudiese realizar algo remotamente mejor o tan solo similar. Y es que ese era el talente de los emperadores mogoles de India, incultos guerreros nómadas turco-mongólicos.

Se acostumbra a decir del Taj Mahal que es un monumento nacido del amor. Tal vez así lo sea. Lo que es cierto es que su belleza, ya lo hemos dicho, es inconmesurable. Y eso nadie lo pone en duda. Se trata, además, de una belleza que cautiva y conmueve por su delicado refinamiento y su elegancia despojada de todo artificio superfluo, algo que en Europa, tan proclive al gris y aparatoso barroquismo, ha sido impensable. Pero también el Taj Mahal es una extravagancia superlativa, y la ruina de un imperio. En su día, fue también un crimen de lesa humanidad; el cometido contra miles y miles de campesinos, artesanos y pequeños comerciantes desahuciados y esquilmados, rupia a rupia, por el arrebato amoroso de un tirano, lo cual nos induce a pensar que la belleza, para ser auténtica, ha de ir siempre de la mano de la verdad y la justicia.

Halil Bárcena (enero 2009)

jueves, 22 de enero de 2009

Música i espiritualitat



La música
com a vehicle espiritual

Lili Castella*




Aquestes línees no són més que unes primeres reflexions, fruit del meu contacte amb l’Institut d’Estudis Sufís i el Centre d'Estudi de les Tradicions de Saviesa, sobre quina qualitat ha de tenir la música per tal de poder ser considerada com a vehicle espiritual.

En primer lloc, però, cal referir-se a dues idees que haurien d’estar presents i tenyir tot el que direm a continuació: la primera és la de l’invisible-visible, idea lligada a la capacitat de subtilesa que tot ésser humà té en potència, però que cal desvetllar i cultivar; i la segona, la idea de metàfora (mayâz en el llenguatge sufí, terme que remet literalment a la idea de traspassar, de transportar). La metàfora, al capdavall, és el recurs literari que ens permet el trànsit d’un nivell cognoscitiu a un altre. Al·ludeix, doncs, al doble sentit, a la cara oculta del que ja és, ací i ara, però que no sempre percebem perquè sovint tenim la capacitat de subtilesa adormida. I és que la música, com veurem, tot i poder ser una meravellosa metàfora del camí interior, no és el camí interior. Pot ser un mitjà molt poderós del camí, és clar que sí, però tenint sempre present que la qüestió fonamental és el camí, i no pas la música.

Dit això, fem una primera constatació: de la música, tot i el seu gran poder, no se’n deriva forçosament una connotació espiritual. Només cal recordar com ha estat històricament utilitzada per finalitats ben diverses i allunyades de l’espiritualitat, com ara enaltir passions guerreres o ser una eina de tortura, per exemple a les presons de Guantànam i Abu Garaïb. Tampoc és la música un vehicle pel cultiu de la qualitat humana profunda qua es fa i treballa des del sentimentalisme o l’esteticisme. I és que el camí espiritual parla de commoció, no pas d’emoció epidèrmica. I, finalment, precisem també que no tota la música religiosa és música espiritual: la música pot ser religiosa per la seva temàtica però això no implica que condueixi al que és el nucli de l’espiritualitat profunda.

Descartat tot això, establim la segona premissa: només podem parlar de música amb finalitat espiritual quan està orientada a aquesta intenció, i per tant, porta al silenciament interior, a fer callar l’ego i a l’experiència de la unitat de tota l’existència. Però anem per parts.

Música i silenci interior
Aquí cal desfer un malentès encara molt present en l’àmbit musical que consisteix a considerar el silenci com a absència de música. Les pauses en la música -els silencis- són sovint enteses com l'absència de so. Sobre la relació entre el silenci i la música és ben aclaridor el comentari que fa Halil Bárcena del vers de Rûmî: "Per a aquest alliberament el camí és el silenci”. Diu Bárcena: “Silencio no es sólo suspender el flujo de la palabra, sino bajar el volumen de intensidad del ruido ensordecedor de la mente desbocada saltando de idea en idea, de recuerdo en recuerdo (...). Silencio no es callar nada más (...). Silencio, para el derviche, es vaciarse de sí hasta el punto de que las cosas comienzan a hablar por ellas mismas (...). Para el hombre que ha silenciado sus deseos, todo cuanto existe habla, mejor aún: todo emite su propia melodía, puesto que el mundo se ha convertido para él en una sinfonía hecha a base de notas ora silentes, ora estruendosas.”




El silenci no és, doncs, l’absència de música, sinó tot el contrari: en el silenci interior és on es troba l’autèntica música, la música de la vida. I és que, per a Rûmî, tot és pura vida, tot està en moviment i en vibració, i per tant, tot sona. Hi hauria, doncs, un primer moment de caiguda en compte del soroll intern, entès com a antítesi de la música, i de la necessitat de silenciar-lo.

Música i apaivagament de l’ego
Com a conseqüència d’aquesta caiguda en compte de la necessitat de silenciament, la música “desegocentrada” pot convertir-se en una propedèutica, és a dir, en una preparació de l’experiència de la unitat de l’existència, eix central del sufisme. Cal ja aquí un grau més de “desegocentració” tant per part del músic, com de qui escolta. I és que també hi ha un doble accés a la música: un accés interessat i un de gratuït. Hi ha accés interessat, per exemple, quan el músic toca des del pur lluïment de les seves qualitats tècniques o quan està davant del públic des d’una posició de seducció sentimental que ens està dient: "jo faig la música...!". Com també hi ha accés interessat si qui escolta ho fa des d’una posició demandant (de relaxació, d’emocions, etc.). En definitiva, només hi haurà un accés desinteressat si tant el músic com l’oient cultiven una actitud de distanciament de les necessitats, de pura gratuïtat, de pura atenció i, per tant, de presència.

Podem dir, doncs, des d’aquest punt de vista, que la música pot fer tastar el silenci. Però cal encara un pas més, perquè quan diem que el nafs, l'ego del que parlen els sufís, s’està silenciant, encara hi ha la dualitat de l’ego i de qui el silencia.

Música com a metàfora de la unitat de l’existència
Un cop es cau en compte de que tot el soroll de l’ego ens manté en la dualitat i de que el seu progressiu aquietament ens fa entrar en el silenci, es pot començar a tastar la unitat de tota l’existència. Quan deixem de demanar a la música que ens distregui, que ens emocioni, etc., la música queda com una gran metàfora que ens recorda que tot vibra i, per tant, que tot sona; en definitiva, que tot viu ja, ací i ara.

El sufisme és sufisme islàmic, i cal dir que en el l’Islam el concepte d'unitat de tot el que és (tawhîd) està íntimament lligat a l’acte de la creació. Ens interessa la música com a vehicle que ens recorda qui som, d’on venim i on hem de tornar. La música seria, doncs, una metàfora formidable del relat, en clau de metahishistòria, i, per tant, en clau purament simbòlica, de l'anomenat "dia d’Alast (Alcorà 7, 172). Aquest relat se situa en el moment previ a que les criatures sortissin del l’abisme del no ser, moment en que tot era puresa, buidament i, per tant, silenci primordial, és a dir, naturalesa inicial i unitiva. Allah crea les criatures i aquestes s’extravien. Extraviar-se entès com a oblit (gafla) d’aquest origen primordial. Déu els recorda “A-lastu bi-rabbikum?” (“No sóc jo el vostre Senyor?”) i les criatures responen que sí.

Tal com diu Halil Bárcena:
“El propósito del derviche será pues retornar a la experiencia del “Día de Alast”, cuando sólo Dios existía “antes de que salieran las futuras criaturas del abismo del no ser y las dotara de vida, amor y comprensión para que pudieran de nuevo presentarse ante su rostro al final de los tiempos”.

La música es fa, doncs, metàfora formidable d’aquest procés circular que va de la unitat de tot el que existeix, l’oblit d’aquesta unitat en viure en la dispersió i l’aparent multiplicitat de formes, i la caiguda en compte d’aquest fet amb el conseqüent retorn a la unitat primordial. Traduït en termes musicals, podríem parlar d’un silenci primordial en el qual tots els sons i tota la música ja hi són; del desplegament de la música com a manifestació dels estats múltiples del ser; i de l’afinació que suposa re-conèixer o re-cordar la pàtria d’origen, aquest silenci primordial al que cal retornar o, encara millor, del que mai no hem sortit. Concretant encara més la metàfora, tota la música que desplega el músic ja preexisteix: el músic només afina i fa aparent una possible música de les infinites músiques possibles, i en acabar, torna a aquest silenci primordial en el que tota la música segueix existint. So i silenci no serien ja conceptes oposats, sinó diferents intensitats del mateix so unitiu primordial.


Posem un exemple musical i agafem el tema de les Variacions Goldberg de Bach (exemple, per cert, extraordinari de música espiritual de temàtica no religiosa). Si féssim un moment de silenci abans d’escoltar aquest tema, podríem sentir que totes les possibilitats sonores ja estan presents. Bach escull un so d’entre tots els infinits sons possibles: un "sol". El deixa ressonar uns instants, i també en aquest moment es pot percebre que tot el tema que es desplegarà a continuació ja existeix en aquest "sol" primer. Però es que també les 30 extraordinàries variacions que s’expandiran a continuació ja estan també en aquest "sol". En un cercle perfecte que es recull sobre si mateix, al final de les variacions es torna a escoltar el tema, ara sí des de la commoció total que suposa el retorn després d’un viatge profund i intens. Però és que el tema es replega novament en la nota "sol" d’on tot ha sortit, el "sol", que a la seva vegada es fon en el silenci primordial unitiu.

El rebâb
Molts dels simbolismes dels que hem parlat apareixen en el rebâb, instrument molt estimat per Rûmî i al que va dedicar diversos poemes. Així, per exemple, la idea de la unitat de l’existència queda reflectida en el fet de que els elements materials que composen aquest instrument representen els tres mons: vegetal (la fusta, el coco), mineral (en el metall del dervix que gira i en dues de les tres cordes) i animal (les cordes de crin de cavall, la pell que recobreix el coco). També apareix el símbol d’unitat en les diferents cabells de crin que composen la primera corda i l’arc. És revelador també el símil entre el rebâb com a ressonador de qui el toca i el nostre cos com a ressonador de la vibració de la vida que ens traspassa i ens ve regalada. Especialment delicats i subtils són els moments de canvi de direcció del pas de l’arc o de començament o finals de les frases en què es passa imperceptiblement del silenci al so o del so al silenci. Metàfora de la respiració -aquest acte purament corporal en relació al qual hi ha també doble accés a la realitat (podem respirar des de l’automatisme o bé sent conscients de que som respirats)-, el pas del so al silenci remet al món intermig (barzâj) entre la realitat sensible i la realitat intel·ligible, espai per tant de coneixement.

Com remet també al barzâj el relliscar entre nota i nota, metàfora de l'aparent (la nota concreta) i l'ocult (l’espai intermig entre les notes), no sent l'aparent i l'ocult més que dues intensitats del mateix: el so.



I per acabar, una última reflexió: igual que parlem d’una espiritualitat més enllà de les formes religioses, també cal parlar de la música més enllà de les formes musicals. No ho pot expressar-ho millor Henry Corbin al referir-se a Rûzbehân Baqlî Shirâzî, gran mestre sufí persa (1128-1209): “Al final de su vida se abstuvo de la práctica de la audición musical; no necesitaba ya de la mediación de sonidos sensibles: escuchaba los sonidos inaudibles en una música puramente interior. “Ahora, es Dios mismo en persona quien me ofrece su concierto (o Dios mismo en persona quien es el oratorio que yo escucho). Por eso me abstengo de escuchar todo lo que ofrece a mis oídos cualquiera que no sea él”. Al término de la experiencia de toda una vida, en el momento en que el oído del corazón, el del hombre interior, se vuelve indiferente a los sonidos del mundo exterior, he aquí en efecto que escucha sonoridades que jamás escuchará el hombre disperso, fuera de sí, arrancado a sí mismo por las ambiciones de este mundo. Lo que el oído del corazón percibe entonces son unas sonoridades, una música que algunos privilegiados han percibido también en este mundo, desde más allá de la tumba, hasta el punto de que el tabique opaco se convertía para ellos en pura transparencia”.

I és que l’autèntica música s’escolta amb l’oïda del cor, espai simbòlic on es produeix la transmutació de l'invisible en visible, de la necessitat en pura gratuïtat.

* Lili Castella és llicenciada en Dret, pianista i intèrpret de rebâb al grup 'Ushâq de música sufí. Cap d'estudis del CETR i secretària de l'Institut d'Estudis Sufís de Barcelona

martes, 20 de enero de 2009

M. Corbí reflexiona sobre Rûmî


Algunes reflexions sobre Rûmî

Marià Corbí *







Pot semblar estrany que dediqui el meu "contrapunt" al llibre d'en Halil Bárcena a desentranyar alguns textos de Rûmî. Halil fa una breu exposició del que és i del que representa el sufisme. Em va semblar pertinent mostrar en uns pocs paràgrafs alguns trets de la saviesa de la percepció, del sentir i del coneixement de Mawlânâ Rûmî, el mestre d'en Halil, el meu, i mestre de la qualitat humana profunda per a tota humanitat.

A una societat com la nostra, en la que tot canvia constantment i en la que sempre hem d'estar disposats a canviar, ¿què poden oferir els grans mestres de l'esperit del passat, mestres d'una saviesa que és una profunda qualitat humana? No ofereixen una religió, encara que hagin nascut en el sí d'una d'elles; no ofereixen un sistema de creences, ni un programa cultural col·lectiu; ni un sistema de moralitat; ni res que pugui definir-se, objectivar-se, emmarcar-se.

El que ofereixen és alguna cosa innombrable, subtil, quelcom que, trobant-se més enllà de totes les nostres capacitats de representació, d'objectivació i d'imaginació, té un major pes de certesa que qualsevol realitat que puguem pensar i objectivar. El sufisme fa aquest oferiment des del sí d'una religió, un temps i una cultura, com no podria ser d'una altra manera. Però els grans mestres sufís, i molt especialment Rûmî, forcen, manipulen el llenguatge, utilitzen la poesia, les narracions, els contes i tota mena de procediments per a dir allò que no es pot dir, per a ensenyar a recórrer un camí que és un no-camí, per a ensenyar a percebre directament i immediatament el que és no-res, però que és aquí de forma explícita, per a ser percebut i sentit, amb un sentir, però, que és tan subtil que ja no segueix els patrons habituals dels nostres sentiments; per a ensenyar a accedir a un coneixement silenciós, perquè és un coneixement que és un no-coneixement.

Un oferiment d'aquesta mena, ¿amb quin sistema cultural pot entrar en conflicte? ¿A quin sistema de creences es pot sotmetre? El seu oferiment és l'oferta d'una Veritat que no és formulació, sinó presència, encara que sigui una presència de res i de ningú, perquè ni la nostra ment ni el nostre sentir la poden objectivar. És l'oferiment d'una certesa que no és de res ni de ningú, perquè té una tal grandesa i un tal pes, que no cap en les petites categories d'uns fràgils animals terrestres. És l'oferiment d'un coneixement i d'un sentir que és una notícia i una commoció d'una tal llum i una tal subtilitat i força, que no entra en cap dels nostres patrons i mesures.

El sufisme va néixer i es va desenvolupar en el si de les religions. En les condicions culturals de les societats preindustrials no podia ser d'una altra manera. Però tot i que els grans mestres d'aquesta profunda qualitat humana neixin i es desenvolupin en el si de les religions, les transcendeixen, no depenen d'elles. I aquest és un gran bé per a les nostres societats d'innovació i canvi, societats globalitzades en les que conflueixen totes les tradicions religioses i espirituals de la humanitat. Les nostres societats no poden ser creients, perquè les creences fixen, i hem d'estar sempre predisposats a canviar. Si no poden ser creients tampoc poden ser religioses. Som societats irremeiablement laiques. Aquesta condició nostra no ens allunya de l'herència dels grans mestres de l'esperit; al contrari, ens facilita la comprensió d'això “innombrable”, d'això “no-imatge”.

Aquesta és la situació: hem d'aprendre a oferir l'immens llegat de saviesa dels nostres avantpassats religiosos i espirituals, però el que ja no podem oferir són religions, ni res que pugui ser un substitut renovat de les religions. És a dir, podem heretar els ensenyaments de Rûmî i de tots els mestres de la tradició sufí; és més, podem heretar l'Alcorà, però no podem heretar l'Islam com a religió. El mateix caldria dir dels grans de l'esperit de la tradició cristiana, començant pels Evangelis de Jesús de Natzaret.

Aquestes són les nostres dificultats amb el passat, que alguns interpreten com a conflicte: hem d'aprendre a heretar el seu llegat de qualitat profunda humana, deixant però per a la història els patrons en els quals es van configurar les tradicions religioses, és a dir, les seves creences, les seves maneres de viure, pensar, sentir, organitzar-se i actuar. Tenint en compte aquest context cultural i social i l'exposició que en Halil fa del sufisme, en el meu contrapunt, m'ha semblat adequat parlar, recolzant-me en Rûmî, de tres aspectes centrals del sufisme: el coneixement, l'amor i la perplexitat.

Diu Rûmî que qui creu que el món és una interpretació, menja del fruit prohibit i és expulsat del paradís. Rûmî ens convida a que la nostra ment i el nostre sentir no resideixin en interpretacions i, per tant, que no resideixin ni en conceptes, ni en mites i símbols, ni en imatges; ens convida a no residir en les religions, sinó en Allò vers el que totes les nostres figuracions apunten i que no es deixa emmarcar ni delimitar per cap d'elles. Les figuracions lingüístiques amb les que parlem d'Ell, no l'atrapen, no el posseeixen. Només els qui es deixen orientar per elles, i les deixen totalment enrere, poden arribar a veure, en tot el que ens envolta i en nosaltres mateixos, el seu Rostre, i així retornar al paradís després de l'expulsió.



En un altre lloc diu Rûmî: “tot està perint, excepte el seu rostre”. ¿Què significa residir en el seu Rostre per a un pobre vivent com nosaltres? És no residir en la interpretació que fem de la realitat, sinó en el silenci complet d'aquesta interpretació. El que els nostres ulls veuen, el que les nostres oïdes escolten, el que la nostra ment adverteix i el que les nostres mans toquen, des del complet silenci d'interpretacions i imatges, això és el seu Rostre, això és “el que és”. Aquí ja no hi ha ni dualitat, ni individualitat, ni jo, ni nosaltres, ni Déu. Aquí no hi ha ni néixer ni morir.

El coneixement silenciós, buit ja de representacions, li treu la base a l'ego. Aquest coneixement, des del silenci de l'ego, és amor sense condicions, perquè només l'ego posa condicions a l'amor. La notícia silenciosa del Rostre de Déu, del “que és”, és amor sense condicions. Conèixer i estimar són dues cares inseparables d'una mateixa realitat; però d'una realitat inabastable que ningú pot posseir, que ningú pot dir que la té en dipòsit, que cap llibre pot guardar entre les seves tapes.


Els mestres i els textos sagrats ens fan veure des de fora, el que som dins. El silenci d'objectivacions és el buit de representacions i, per a uns pobres vivents com nosaltres, el buit de representacions és com si fos el no-res. Per a tornar al jardí cal passar pel no-res de si mateix i del món, que equival a morir estant viu. Per això diu Rumi que no guanyarem el seu cor tret que perdem el nostre. Aquesta és la raó per la qual el treball espiritual no és més que perplexitat. És buidar-se, per a trobar la plenitud. És morir, per a trobar l'amor. És desfer el món de representacions que vivim, per trobar el jardí. És deixar allò que sentim com presències, per a residir en l'Absent. És viure en una absència que és la més poderosa de les presències, sense que per això deixi de ser una presència de res, ni de ningú. És recórrer un camí que, a mesura que el recorrem, comprenem més clarament que és un no-camí, perquè va d'enlloc a enlloc. Per això el camí no té senyals, perquè és la via que porta de si mateix a si mateix, o millor, del buit de si mateix a la seva absència. Però la seva absència és la seva totalitària presència, tan subtil però, que, sense deixar de ser una potent presència, té el sabor d'una absència.

El toco i sé que és Ell el que toca, però no el puc agafar. El veig i sé que és Ell el que veu, però no el puc delimitar. El comprenc i sé que és Ell el que comprèn, però no li puc donar figura. El sento i sé que és Ell el que sent, però no el puc abraçar. Genera en mi una certesa incommovible en la unitat, que, per això, no és certesa de ningú sobre res. Per tot això, el camí, que és un no-camí, va de perplexitat en perplexitat; però les perplexitats que recorro són la via de la sorpresa i del goig.

Aquest és el llegat de Rumí, dels mestres sufís, de totes les tradicions, el demés només és com els nostres avantpassats van haver de beure aquest vi. Els “coms” moren amb allò que mor. Només el seu Rostre no pereix. Aquest Rostre és el que cal oferir als nostres contemporanis, que no poden creure, que no poden ser religiosos, que han de ser laics i sense sacralitats. Tant de bo que la nostra submissió a formes i a fórmules no els impedeixi acostar-se a les portes del jardí.

* Marià Corbí és director del Centre d'Estudi de les Tradicions de Saviesa

(Text llegit a l'acte de presentació del llibre El Sufisme de Halil Bárcena, el día 15 de desembre de 2008)

jueves, 15 de enero de 2009

Música y cualidad humana profunda


Notas a propósito de la música
y el cultivo de la cualidad

humana profunda

Halil Bárcena




I
Preámbulo

En las páginas que siguen, veremos de qué modo la música (y también la danza, aunque ésta será abordada de forma mucho más somera en el tramo final del presente escrito) puede coadyuvar en el trabajo de cultivo de la cualidad humana profunda. Tanto las ideas como los procedimientos prácticos aquí recogidos, me apresuro a decirlo de entrada, no son originales, sino que constituyen una reelaboración personal a partir de fuentes clásicas sufíes. Unas y otras, ideas y prácticas, beben, fundamentalmente, en la concepción musical del poeta y sabio sufí persa Mawlânâ Rûmî (m. 1273), conocido por su acentuada querencia musical, y lo que he dado en llamar su "mística de la escucha". Por consiguiente, la posible originalidad de lo que aquí traigo reside más en la forma en que está traducido a la sensibilidad contemporánea que en otra cosa.


En el epígrafe propiamente metodológico, se recogen algunas propuestas prácticas de carácter musical, o en estrecha relación con la música, entendida ésta en su sentido lato, elaboradas por distintas corrientes sufíes, especialmente la mevleví, inspirada por Rûmî, sin duda la más musical de todas ellas. Dichos procedimientos son fruto de la práctica e investigación llevadas a cabo por generaciones enteras de practicantes sufíes. No han sido improvisadas en California, las últimas décadas, a fin de engordar la oferta del actual supermercado espiritual, sino que son el fruto maduro de siglos de indagación y verificación, de pruebas, tanteos y correcciones, de aciertos y errores.


Dado el carácter limitado de este escrito, nuestra voluntad no ha sido agotar el tema, sino ser una primera aproximación, a la espera de llevar a cabo posteriores desarrollos más pormenorizados. Comenzaremos, antes que nada, sin embargo, con unas breves palabras introductorias a propósito de la belleza, fundamento de todas las artes, también la música, según se recoge en las fuentes de la espiritualidad islámica.

II
De la belleza

Un hadîz o aforismo sapiencial atribuido a Muhammad, especialmente dirigido a los artistas, buscadores de horizontes lejanos, reza así: “Si buscáis a Dios, descubriréis forzosamente la belleza; si buscáis la belleza, no es seguro que descubráis a Dios”. Porque Dios, el Absoluto, “El que es”, el Padre al que apela Jesús, es, fundamentalmente eso, belleza. “Dios es Bello y ama la belleza”, afirma otro de los hadîces más caros a la tradición sufí. Y si no existe nada más que Él, eso real, como sostienen los sufíes; si no hay más que una sola existencia totalizadora y abarcante; si la unidad es la única realidad existente y Él es bello, todo el existir, el de los signos del ser y del conjunto de flujos cósmicos, es la propia revelación de la belleza. Revelación de la belleza, digo, y no una mera manifestación de ésta.

La unidad toda es belleza, y la belleza no es sino el esplendor de la verdad, como sostiene Marià Corbí; o también el esplendor del orden, según afirmaba San Agustín. En cierta forma, la verdad es preexistente a la belleza, es la fontana de la que ésta brota exultante. Es la verdad la que establece el nexo entre la unidad de la existencia, la realidad realmente o verdaderamente real, y la belleza. Verdad y belleza se funden en un abrazo. Verdad, belleza y también justicia, aspecto éste último que habremos de abordar en profundidad en otro momento. Al fin y al cabo, el gran arte no sólo es íntimo, sino también, e importante, cívico.


Todo artista, cazador de momentos fugaces, fino observador de todo cuanto la naturaleza afirma, persigue crear belleza o recrearla. Ese es su destino como ser humano; y los espirituales, auténticos artistas del camino interior, no son menos. El verdadero artista, sin embargo, ama la belleza y cuanto ésta tiene de verdad, pero jamás el esteticismo. El esteticismo puede resultar efectista en un momento dado, pero siempre acaba por desembocar en lo banal y artificioso. A veces, es bonito incluso, pero jamás bello, conmovedoramente bello. Cada gesto, cada nota, cada verso, cada palabra, cada trazo del artista es verdadero: bellamente verdadero y verdaderamente bello. El artista crea desde la verdad, en la verdad y de verdad, puesto que reside en ella.
Ya hemos visto, tal como apunta el hadîz antes citado, que la búsqueda de lo divino conduce indefectiblemente a lo bello, mientras que no así al revés. Y es que la belleza, a diferencia de la verdad, no se busca. De hecho, es ella, la propia belleza, la que alcanza al artista, la que lo conquista y subyuga, la que lo consume, la que sometiéndolo lo libera. En cambio, la verdad sí se busca. Se busca con ahínco, con la totalidad del ser, aunque jamás se posee. En realidad, uno es poseído por ella. Nos hallamos aquí ante el “Anâ al-Haqq”, “Yo soy la Verdad”, la célebre alocución teopática del poeta sufí Mansûr-e Hallây (m. 922), tan próxima a las palabras de Jesús.



Sostiene Ananda K. Coomaraswamy, y con él algunos de los sufíes históricos más relevantes, que el artista no es un tipo especial de hombre, sino que todo hombre constituye un tipo especial de artista. Tal vez, el arte, y lo que de verdad hay en él, pueda ayudar al hombre común a convertirse él mismo en un artista del arte de vivir, que no consiste sino en el embellecimiento de todos los actos cotidianos de la vida, desde los más triviales a los más sublimes, fruto de la veracidad de todo cuanto se hace. Eso es, en suma, el ihsân de los sufíes: actuar en todo momento con excelencia e impecabilidad. El arte no es una actividad como otra cualquiera. Entre otras cosas, por el gusto y la preocupación que el artista muestra por lo singular y el detalle. "Dios habita en el detalle”, solía decir el teórico de la estética Aby Warburg. Obrar artísticamente, por consiguiente, es hacerlo desde el gusto y el cuidado por el más mínimo detalle, por todo eso que para el hombre común, desatento y desmemoriado, siempre pasa desapercibido.

III
De la música

Del sistema de las llamadas “bellas artes”, que se fue constituyendo a mediados del siglo XVIII, con el afán ilustrado de clasificarlo todo, propio de un naturalista, tal vez sea la música la más espiritual de todas ellas, dado el material volátil e intangible con el que opera: el sonido, la más sutil de las formas sensibles, y los profundos efectos que promueve en el psiquismo humano. La música, lo decía Lévi-Strauss, ocupa una categoría especial al compararla con las otras artes. Arte de la sutilidad por antonomasia, la música posibilita una aproximación unitiva a la realidad, en la que se desvanece toda dicotomía y dualismo. La música proporciona una experiencia privilegiada, por fugaz que pueda ser, de eso que los sufíes denominan wahdat al-wuyûd o unidad radical de la existencia. La música, que tiene por fundamento la abstracción, nos despoja de categorías ilusorias como “yo”, “tú”, “nosotros” o “ellos”, que velan nuestra mirada y nos impiden ver la realidad tal como es. La música permite, así pues, instantes de fuga del estado mental ordinario. Se trata de un repentino darse cuenta de las cosas tal como son, de sentir la realidad tal como en sí misma es, de alzarse, en fin, a un nivel de percepción habitualmente vedado para quien no ha sabido (o podido) rasgar los velos de la mirada egoísta. Quien se sumerge en la música y se deja llevar por sus flujos y reflujos sonoros, ya sea como oyente, intérprete o compositor, se encuentra, de hecho, despojado de todo hacer, de todo estar, de todo tener. Ese es ya puro ser.


La música, arte de los sonidos y su organización armoniosa, nos coloca mentalmente a la intemperie, borra de cuajo nuestro mundo construido, todo eso a lo que considero “lo mío”. La música, que no es representativa y tampoco está formada por proposiciones, desbarata rutinas y hábitos auditivos petrificados durante toda una vida, al tiempo que agiganta nuestra capacidad de percepción hasta extenderla al cosmos. Quien oye música con oído apreciativo, quien participa de ella con la totalidad de su ser, deviene alguien capaz del mundo. Y es que, la música, en la que el cálculo y el azar se entrecruzan y mezclan, nos pone en contacto directo y real con la dimensión más sutil de la existencia.

La música sitúa fuera de sí, en un ámbito de lo real en el que sujetos y objetos se diluyen borrando su perfil. Los sufíes lo han sabido desde siempre, de ahí que hayan privilegiado su uso bajo unos estrictos parámetros de rigor y seriedad. Lo saben los sufíes, pero también Schopenhauer o Nietzsche, por ejemplo, en la tradición culta europea. En cualquier caso, la clave reside en despojarse de uno mismo para percibir y comprender la trama sonora de la vida, la musicalidad que hay en el mundo, la sinfonía del devenir universal. El hombre musicalizado, en el que resuena la existencia y que resuena con ella, que es todo oídos, según instaba Rûmî a los suyos; ese se aleja de sí mismo en sí mismo, pues ha roto con el narcisismo de la complacencia y ya no se escucha, ni poco ni mucho, cuando habla. Con todo, para Rûmî, el tránsito espiritual hacia el despertar arranca en la escucha, pero desemboca siempre en la visión. Para el maestro persa de Konya, la escucha no constituye una finalidad en sí misma, sino que se trata de un medio para alcanzar lo que realmente cuenta: ver, que no es sino conocer. Lo que importa es ver, puesto que “quien ve”, afirma Rûmî sin embudos, “se salva”, no precisando ya de nada más.



Por todo ello, la música constituye una de las metáforas más sugerentes del camino interior, cuyo fundamento es el silenciamiento de la cacofonía del ego, a fin de descubrir la verdadera naturaleza de las cosas. “La gran música”, escribe Marià Corbí, “tiene la misma estructura que el conocimiento silencioso porque es comprender y sentir la realidad de lo que hay, sin que haya un sujeto que comprende ni nada objetivo comprendido”.


La música es real, posee entidad y consistencia, pero al mismo tiempo es pura sutilidad pura, lo mismo que eso que nuestros antepasados dieron en llamar espiritualidad. La música significa una conexión auditiva con la dimensión nouménica, con las armonías invisibles e inaudibles para los sentidos externos, no debidamente afinados ni aún refinados. La música pertenece a otro mundo, si se me permite la expresión. El oído atento (y eso es lo que quiere decir literalmente en árabe samâ’, el concierto espiritual de los derviches giróvagos que incluye la célebre danza circular) percibe en la música una alusión a un “algo más”, a un “no-sé-qué”, imposible de substancializar, formular, objetivar o absolutizar; un “no-sé-qué” esencial y silencioso que hace trizas toda dualidad, que corrige nuestra mirada bizca, como decía Rûmî, a fin de ver que sólo uno es lo que hay y que uno sólo es lo que es. De ahí que siempre que se escucha música, gran música, nos invada un cierto sentimiento de admirada contrariedad: el sentimiento de que la música habla y no habla de nada. Hay algo en la música hechizador, hermoso, nostálgico, desgarrador, dulce y mucho más. Sin embargo, ese algo no es nada que pueda ser ni descrito ni nombrado.

La música nos muestra que la unidad es resolutiva de la multiplicidad; unidad que no comporta, sin embargo, ningún proceso unitivo previo, por cuanto la unión de algo que es único carece de sentido, es una contradicción en sí misma. No hay dualidad, jamás la hubo. La música nos hace partícipes directamente de que la existencia toda no es sino el espacio en el que suena, o mejor aún, resuena, la música de la vida, al son de la cual danza cuanto existe, desde el átomo a los planetas.


Pero, nos equivocaríamos si pensásemos que la música constituye únicamente un fenómeno de carácter estético. Tampoco es cierto que de la música se desprendan sólo afectos, emociones y sentimientos, como a veces, casi siempre, se acostumbra a afirmar un tanto a la ligera. Y es que la música genera también significación y sentido, por cuanto se trata de una suerte de gnosis perceptiva y sensorial, según expresión de Eugenio Trías, es decir, un conocimiento muy peculiar, al tiempo sensible y emotivo, algo que no suele ponderarse como debiera en los estudios musicales tradicionales. Acostumbra a definirse la música de forma clásica como el arte de la organización de los sonidos que pretende promover emociones en el oyente o receptor. Pero, insisto una vez más, no sólo son emociones lo que la música promueve y despierta, sino también conocimiento. Cuando alguien oye o interpreta música, cuando participa de ella de la manera que sea, se hace la luz en él. Lo musical, por consiguiente, no se reduce al ámbito de la estética y el sentir. La música constituye una auténtica vía de conocimiento, como también lo es, a su manera, la poesía, con la que aquélla guarda tantas sintonías. El compositor y pianista Busoni, por ejemplo, llamaba a Rilke “el músico de palabras”. No en balde fue el checo uno de los poetas que mejor supieron hablar de la música. En fin, el mismo Mawlânâ Rûmî afirmaba que de todos los caminos existentes para acercarse al conocimiento (gustativo, subrayaba) de lo divino, él había tomado el de la música y la danza, disciplinas ambas muy cercanas entre sí, como veremos brevemente en la parte final del presente escrito.


La música, nos recuerda Michel Schneider, concilia los opuestos. Se trata de una de las artes más cerebrales y al tiempo es ¡tan material y tan carnal! Un peshrev o un saz semaisi turco, con los que danzan los derviches mevlevíes, una fuga a cinco voces o un cuarteto de cuerda son rigurosas geometrías del alma, construcciones de la inteligencia humana comparables a los mayores descubrimientos científicos. Al mismo tiempo, la música se produce aquí y ahora mediante el aliento, la tensión de músculos, pieles tensadas, pedazos de madera hueca, cuerdas de naturaleza animal, fricción de las cuerdas vocales, golpeteos de cueros, etc.


La música es el límite del lenguaje. Stendhal decía, justamente, que la música arranca allí donde el habla se detiene. La música es un lenguaje y un pensamiento, pero sin palabras. Tal vez sea el pensamiento más potente y directo de todos. De hecho, el musical es un pensamiento aún más preciso que el pensamiento verbal. Las palabras se quedan siempre en la orilla, la música penetra en el océano y con ella quien participa de su hechizo sonoro.


La música habla, pero también seduce y captura. La música revela lo oculto, el silencio inefable del que brotan los sonidos y al que irremisiblemente remiten éstos. De ahí que la palabra, toda palabra, divida, mientras que el silencio, fundamento de la música, una. En cierto modo, la música hace acto de presencia, justamente, para decir, o al menos insinuar, lo que la palabra es incapaz de verbalizar. Lo que la música dice pertenece a un reino distinto al de las palabras, ancladas irremisiblemente en la dualidad. Éstas, al contrario de la música, no sirven para decir lo no-dual, lo informe.


La música comporta una relación de carácter auditivo con el ámbito nouménico, con una armonía suprasensible y supraaudible. El oído atento del hombre despierto tiene noticia a través de las melodías y ritmos musicales (también de los silencios) de un algo más de la realidad escondido, substancial y silencioso. Por eso, afirmaba Henry Corbin, refiriéndose al sentido musical de la mística sufí persa, y en especial a Rûmî, que si la hemos comprendido en su total profundidad, la música, toda música, no puede ser más que música sacra, a condición de que se haya entregado a su finalidad suprema. Y es que sólo el hechizo musical nos puede hacer presentir y ver la verdad de lo que somos, seres exiliados en este mundo, en la medida en que la audición musical llegue a hacernos súbitamente “clarividentes”. Nada más que musicalmente, parecen decirnos los sufíes, puede ser alcanzada, pues, la conciencia de exiliado, del que anhela el retorno y, sin mirar atrás, emprende el viaje de regreso a casa, es decir, a lo que siempre se ha sido y se es, condensado en el acontecimiento simbólico que tuvo lugar el “Día de Alast” (Corán 7, 172), como gustaba decir Rûmî. Por eso, el pathos del exiliado no es sino la nostalgia, entendida en el sentido etimológico de la palabra griega, esto es, como algia o “dolor del regreso”. Y el exiliado es siempre un homo viator, cuyo viaje de retorno, sin embargo, no acaba de consumarse nunca. El expatriado siempre está volviendo, se halla siempre de regreso, se va acercando al objetivo, pero no acaba de llegar jamás.



Posee la música, así pues, una función de recordatorio de lo que somos que nos retrotrae a la anamnesis platónica. En efecto, las melodías musicales, para Rûmî, no sólo poseen la capacidad de establecer un vínculo con lo angélico y celestial, esto es, la dimensión sutil de la realidad. Al mismo tiempo, sostiene que la música sirve de propiciación de una reminiscencia que permitiría visualizar nuevamente el escenario simbólico en el que aconteció el episodio coránico del “Día de Alast”, cuando Dios y las almas eran uno. La música tendría, por lo tanto, el poder de procurar un conocimiento contracorriente, a contratiempo, que permitiría salvar el hiato del olvido humano y recuperar la memoria de aquel lugar (no-lugar) anterior, abandonado a causa de nuestra condición de seres exiliados. En su función mistagógica, pues, la música nos permitiría el recuerdo de lo que aquel “Día de Alast” fuimos y en verdad somos.


El oído atento y despierto, que en Rûmî es siempre simbólicamente el oído del corazón, percibirá en la música algo más, algo que es esencial, que está dentro de la propia música, y que es de carácter silencioso. Tan sólo de este modo musical podrá cumplir el hombre el imperativo pindárico de llegar a ser lo que de hecho ya es.

Una música que encanta, que hechiza, que fascina, pero no desde el sentimentalismo epidérmico. Una música que, dada la tarea que pretende, es, ya lo hemos dicho, indefectiblemente sagrada. Una música que, como el amor o la belleza, cumple lo imposible. Una música que comporta y exige un total vaciamiento interior: no queda ya nadie ahí para recrearse autocomplacientemente en los sonidos. La música brota del silencio y va a parar de nuevo al silencio, del mismo modo que el movimiento nace de la quietud y a ella retorna. El hombre musical se desubjetiviza mediante la música, sabedor que la condición para ser es no ser nada. Para el espiritual, siempre la música ha poseído un carácter trascendente. En el pasado, tras el filtro de la epistemología mítica, se decía que era creación divina. La música, es cierto, comienza con la física, puesto que siempre que un cuerpo vibra existe sonido. Pero, hay algo más. Ese “algo más” que la música posee y hace presentir, su dimensión metafísica (angélica o celestial, en tanto que pura sutilidad), es lo que la hace tan potente y adecuada para el cultivo de la cualidad humana profunda.


Mawlânâ Rûmî, mejor que nadie, intuirá en la música una vía de apertura a lo divino (de hecho será la suya) y una forma de celebración de dicha divinidad latente en todo cuanto es y existe. “Muchos son los caminos que conducen a Dios”, afirmaba el maestro persa de Konya, “y yo he elegido el de la música y la danza”, palabras que nos remiten al joven Nietzsche cuando decía: “Dios nos ha dado la música para que seamos conducidos por ella hacia lo alto”. Y es que la música sirve para expresar y vivir lo que no pueden decir las palabras. En ese sentido, podría convenirse que no es enteramente humana.

IV
Del samâ’ o la escucha activa

El teólogo y místico sufí persa Abû Hâmid al-Gazâlî (m. 1111) decía que “a la cámara del corazón sólo se entra por la antecámara de los oídos”, teniendo en cuenta que el corazón es, simbólicamente, el órgano espiritual de la visión mística. Esto es, quien oye ve y quien ve oye. En cierto modo, podría decirse que el oído es el sentido primordial del derviche. Sin embargo, se trata de un oído que no es final de trayecto sino sendero abierto que conduce a la visión. Así lo expresa Rûmî: “Cuando el oído es penetrante se convierte en ojo”. Nietzsche, por su parte, sostenía que “se tienen oídos para ver”. Y el poeta Saint-Pol Roux solía referirse a sus oídos como “esos ojos perforados”. Sea como fuere, el oír y el ver están estrechamente ligados.


En el lenguaje sufí, samâ’ quiere decir escucha activa. Y es que el acto de la escucha musical no implica en modo alguno pasividad del sujeto; antes bien, su participación activa. Que la escucha sea una actividad discreta, tal vez la más discreta de todas cuantas llevamos a cabo, no significa que sea pasiva. La escucha está destinada a pasar desapercibida. De hecho, no se oye a alguien que escucha. Y, sin embargo, por dentro tiene lugar toda una verdadera combustión interior.




El samâ’ comporta siempre otro tipo de escucha radicalmente diferente al habitual. El espiritual, nos dirá Rûmî, posee otro oído y, por ende, efectúa otro modo de escucha. Para oír lo sutil, lo inaudible audible, es preciso silenciar la cacofonía del ego, el ruido de fondo de nuestro parloteo interior.

Según Rûmî, existe una doble posibilidad del acto de la escucha, bien mediante lo que el llama el oído interior, que permitiría una apertura a la dimensión sutil (sonora y musical) de la realidad; bien mediante la oreja externa, la del ego, embotada a causa de hábitos auditivos heredados desde la infancia. Aquí, en esta segunda posibilidad, no es que los nervios auditivos estén dañados, de hecho se puede oír, sino que se carece por completo de oído musical para la espiritualidad. De ahí, la necesidad imperiosa de una pedagogía de esa otra forma de escucha. Escuchar de otro modo comporta, así pues, aprender otra forma de escuchar. Y lo mismo sucede con el ver, con el leer y hasta con el viajar, puesto que también es preciso aprender a llevar a cabo una actividad tan delicada y crucial como es el viaje. En cualquier caso, lo primero de todo, como dicen los sufíes, es siempre aprender a aprender.

Como buen maestro del camino interior, sentía Rûmî la necesidad irrevocable de contagiar esa otra modalidad de escucha (vedada para la mayoría) que le pudiese permitir al atribulado y disperso ser humano tener un acceso real a un mundo que suena y vibra por doquier, y cuya música, sus sonoridades, hacen eco en los pliegues más recónditos de su sí mismo más profundo, independientemente de que sea capaz o no de percibirlas. Y es que al sabio le duele la sordera espiritual de sus contemporáneos. Otra escucha diferente que, como ya hemos apuntado, precisa de un órgano auditivo también diferente. Se trata de ese “otro oído”, al que se refiere el maestro persa con frecuente insistencia en su obra, el oído del corazón, que correspondería al “tercer oído” del que también habló Nietzsche, el que es capaz de escuchar las armonías superiores, los sonidos inaudibles de una música sutilísima, la de la vida, puramente interna. Así, la función mistagógica de la escucha queda condicionada a la posesión de ese “otro oído”.

V
Música y sonido: métodos y procedimientos
Expondremos, a continuación, algunos procedimientos sufíes que toman la música, o mejor aún, lo sonoro y musical, como medio de cultivo de la cualidad humana profunda. Por supuesto, se trata tan sólo de una pequeña muestra, sin voluntad alguna de exhaustividad. Por razones obvias, los ejercicios propuestos no se describen en detalle. Se esbozan a grandes rasgos, a fin de que el lector pueda formarse una idea cabal de su alcance real. Como puede observarse, el conjunto de procedimientos descritos permite una aproximación a la música (a lo sonoro y musical) como oyente, intérprete y compositor.

1. Técnicas vocales de afinación corporal
Rûmî arranca de una singular concepción según la cual el ser humano es una suerte de instrumento musical que precisa ser afinado correctamente. A partir de dicha concepción, los derviches mevlevíes desarrollaron todo una serie de técnicas vocales de afinación, cuya finalidad no es tanto cantar bien como percibir que el sonido que uno mismo produce desde la cavidad bucal resuena en todo el cuerpo. Éste deviene, así pues, un gran resonador hueco, como, por ejemplo, el vientre vacío de un ney, emblemática flauta derviche de caña, a través del cual transita la columna de aire generando melodías. Describiremos, brevemente, dos técnicas posibles:


a) Afinación mediante escalas musicales. En posición de pie, el ejercicio consiste en emitir progresivamente las siete notas de la escala musical (de do a si), al tiempo que se efectúan distintas posiciones de manos, brazos y cabeza, que van ayudando a proyectar el sonido sin interrupciones y a hacerlo resonar en todo el cuerpo, tal como si de un instrumento musical se tratara. Dicho ejercicio puede ser practicado tanto individualmente como en grupo. Evidentemente, en grupo requerirá un doble trabajo de afinación: con uno mismo y con el resto de practicantes. La afinación en grupo constituye una forma muy potente y eficaz de silenciamiento y desegocentración.




b) Afinación a partir de las vocales "a", "i" y "u". El ejercicio consiste en proyectar los distintos sonidos vocálicos hacia ciertas partes del cuerpo y hacer que resuenen allí. La "a" efectúa un movimiento vibratorio descendente, hacia el corazón; la "i", por su lado, lo efectúa de forma ascendente hacia el entrecejo, mientras que la "u" se proyecta horizontalmente hacia delante.

2. Técnicas de latâ’if
Percepción y activación de los cinco centros sutiles o latâ’if-i jamsa localizados en diferentes partes del organismo. Algunos han querido ver ciertas afinidades entre los latâ’if de los sufíes y los chakras descritos en algunas modalidades yóguicas, como el kundalini-yoga o el tantra-yoga. Sea como fuere, lo cierto es que consiste en la focalización de la atención a través de la visualización de los colores específicos de cada latâ’if, así como en distintos sonidos que vibran en cada uno de dichos centros sutiles. Dichas técnicas, que requieren un entrenamiento meticuloso y paulatino nos situarían muy cerca del llamado nada-yoga o yoga del sonido.

3. Técnicas sobre el sonido de la respiración
Para la total comprensión del modo en que los sufíes utilizan la respiración habremos de partir del hecho que la respiración es concebida como una suerte de música que nos atraviesa y resuena en nuestro interior. La respiración constituye para el derviche la música interna del ser humano. Se trata de respirar escuchando. Aquí, como en todo trabajo musical, contará sobremanera la cualidad tímbrica de la respiración, así como su ritmo y longitud. El propósito, pues, es doble: de una parte, cuidar la textura de la respiración, y, de otra, la focalización de la atención en ella y más allá de ella. Concretamente, consiste en cerrar los ojos, tapar nuestros oídos con amos pulgares, al tiempo que cubrimos nuestros ojos con las palmas de las manos. El objetivo es no oír ningún ruido exterior y poder centrarse en el sonido interno de la respiración. En esta fase del ejercicio habremos de respirar a la manera derviche que consiste en semicerrar la glotis, de tal manera que el aire, siempre inhalado y expulsado por la nariz, emite un particular zumbido, no muy diferente al que los hatha-yoguis avezados efectúan en la técnica de pranayama denominada ujjayi o “respiración del victorioso”. Nuevamente, como vemos, podemos trazar aquí un cierto paralelismo con algunos procedimientos empleados por los yoguis indios. Así, en el caso que ahora nos ocupa, son evidentes las similitudes con la técnica yogui del yoni mudra.

El objetivo último de las distintas técnicas que trabajan sobre el sonido de la respiración es ir avanzando progresivamente desde la atención a la respiración (su ritmo y textura) propiamente dicha a la atención focalizada en el hecho mismo de respirar, pues es de esta segunda atención más refinada de la que brota el agradecimiento, el gozo de vivir y el amor, antesala de la acción libre, gratuita y desinteresada.

4. Técnicas de escucha de los sonidos que nos rodean
Aprender a escuchar es el objetivo de este grupo de prácticas. Se trata de ejercicios de contacto sensible con el mundo sonoro exterior. Tomando como preludio la técnica anterior, pasaremos de la escucha atenta del hecho de respirar a percibir el mundo de sonidos que nos rodea, y lo haremos como si de un todo sonoro se tratara, sin tratar de identificarlos y menos aún juzgarlos. Para ello es conveniente no cerrarse en un lugar tan aislado y silencioso que no ofrezca la posibilidad de una escucha variada. Escuchar sin identificar ni juzgar los sonidos nos prepara para no huir de ellos. De hecho, los sonidos distraen sólo cuando los rechazamos e intentamos expulsarlos de nuestra consciencia. A excepción de algunos sonidos muy puntuales, nos daremos cuenta que cualquier ruido, si es aceptado y hecho consciente, puede ser un medio para llegar al silenciamiento interior. Al igual que proponíamos en el bloque anterior, se trataría aquí de ir avanzado desde la atención al mundo sonoro que nos rodea y en el que vivimos inmersos al hecho mismo de la escucha, a la posibilidad de sentir que tenemos. Conviene en este punto darse cuenta de la rica polisemia del verbo sentir que tanto hace referencia a la escucha como a la capacidad de experimentar emociones.

5. Técnicas de escucha en plena naturaleza
La naturaleza no es sólo el escenario, el decorado inerte, en el que tiene lugar la vida humana. La naturaleza es un reflejo del mundo celestial, una expresión de la armonía cósmica, en la que el ser humano participa plenamente como una suerte de eco sonoro. La naturaleza toda en su conjunto es pura sonoridad. Proponemos ahora que en la medida de lo posible las técnicas de escucha antes descritas se realicen en esta ocasión en plena naturaleza, al lado de arroyos donde salta el agua, en la cima de una montaña donde el viento sopla con más fuerza, etc. Se trata aquí de dejarse empapar por el esplendor de la belleza no tanto visual como sonora de los espacios naturales. Se trata, sin embargo, de escuchar escuchando. Una propuesta más precisa consiste en agudizar la escucha del canto de los pájaros. Los sufíes han sentido desde siempre una especial predilección por ellos. Al fin y al cabo, el asunto del camino interior (como el del arte) es volar. Volar más allá de los límites egoístas. El lenguaje de los pájaros (traducido, a veces, como La asamblea de los pájaros) del sufí persa Farîd al-Dîn al-‘Attâr (m. 1220) constituye una de las joyas de la literatura mística universal. En la terminología sufí, extraída del propio Corán (27, 16), el lenguaje de los pájaros alude a la dimensión sutil de la realidad. Hay mucho que aprender de los pájaros. Conocer su lenguaje, hablarlo y entenderlo, es, para los sufíes, vivir en sintonía con el latido interior de la vida.

6. Técnicas de escucha musical
Se propone aquí una escucha más centrada en el arte musical propiamente dicho. Que las distintas músicas cultas orientales ligadas al islam (árabe, turca, persa y también india; téngase en cuenta que el arte musical del norte de India, la llamada música indostánica se desarrolla en contacto con la cultura musical persa. Sirva como botón de muestra un detalle lingüístico: sitar en persa quiere decir literalmente “tres cuerdas”) sean músicas modales, es decir, que estén basadas en distintos modos musicales con características sonoras y rítmicas específicas (maqâm en árabe y turco; dastgâh en persa; raga en hindi) constituye, sin duda alguna, una gran ayuda para el ejercicio que proponemos.

Se trataría de educar la escucha a fin de aprender a distinguir las peculiaridades estructurales de cada maqâm o modo musical. Un maqâm (y lo mismo vale para los dastgâh y las ragas) indica una determinada organización interna de los intervalos, al tiempo que un conjunto de reglas sintácticas que definen la jerarquía existente entre los grados de la escala musical y, al mismo tiempo, predeterminan el orden melódico de la composición y el usûl o patrón rítmico.

El mismo trabajo de escucha musical activa podría realizarse también con otro tipo de músicas, por ejemplo, la culta europea. Sin embargo, al no ser modal, debiera de desplegarse una pedagogía de aprendizaje propia. Existen algunas excepciones. Así, las Variaciones Goldberg de J. S. Bach, verdadero arquitecto de la polifonía y del contrapunto, sí que permitirían un trabajo de escucha muy cercano al que acabamos de proponer.

Con todo, en todo momento ha de quedar claro que la práctica se encamina aquí hacia la escucha activa y la sensibilización profunda, fundamentales ambas en el camino interior, y no a la formación técnica musical.

7. Técnicas sobre patrones rítmicos
El ritmo musical nos conduce de la dispersión al orden. El ritmo ordena el caos. Proponer la ejecución colectiva de algunos ejercicios sobre patrones rítmicos específicos nos permitiría sentirnos intérpretes de la música y experimentar algunos aspectos que de otro modo quedarían en la mera teoría, como, por ejemplo, la importancia de tocar escuchando. El ritmo constituye el fundamento básico estructural de la música, sobre el cual se insieren el resto de elementos, la melodía, por ejemplo. No en balde, la palabra usûl, con la que se designan los ritmos en el lenguaje musical turco, proviene del árabe, lengua en la que quiere decir, en primer lugar, “raíz”, “base”, “fundamento”. Uno de los objetivos principales de este tipo de técnicas es experimentar el que es uno de los fundamentos de la gran música: la difuminación del intérprete. La música se dice a través del músico pero no le pertenece. La música no está ni en el músico, ni en el instrumento, ni tampoco en la partitura. La música se dice a través del intérprete, que es eso, intérprete, pero jamás protagonista. La protagonista real de la música es la música, o mejor aún, lo que se dice a través de la música.

8. Técnicas musicalmente “absurdas”
Hay un componente lúdico incuestionable en la música, que se acentúa aún más cuando se ejecuta en grupo. La propuesta aquí es realizar ciertos trabajos musicales sin objetivo alguno, aparentemente absurdos, aunque, eso sí, exijan una atención máxima a la hora de su ejecución. Se trata de aprender la posibilidad de actuar sin esperar recompensa alguna, al tiempo que se rompe la tendencia a darse importancia en el camino interior. Una posibilidad entre otras muchas es constituir un grupo mixto vocal y rítmico que ejecute al unísono, o de forma secuencial, guturales, sílabas sin sentido, palabras al revés, acompañado todo ello de patrones rítmicos cambiantes.



9. Dhikr vocal seguido de dhikr silencioso
El dhikr es la práctica sufí por antonomasia. Posee dos modalidades: vocal (jahrî) y silenciosa (jafî). Ambas tienen un matiz musical muy evidente. En modo alguno se excluyen, y su combinación tal vez sea lo más eficaz. Normalmente, la modalidad del dhikr vocal se efectúa en grupo. Por supuesto, la ejecución colectiva de un dhikr nada tiene que ver con una coral. Todo dhikr vocal posee tres elementos básicos: dinámica respiratoria, dinámica vocal y dinámica corporal. Más que decirse o cantarse, el dhikr se respira. En cualquier caso, todo dhikr vocal deberá desembocar y acabar en el dhikr silencioso. La idea, por consiguiente, será transitar del movimiento a la quietud, de la expresión vocal al silencio interior. El dhikr silencioso constituye toda una meditación sobre el sonido interno que resuena dentro de la respiración.



10. Audición musical
Pocas cosas hay tan bellas y potentes como oír música en directo. La música en directo se oye, pero también se ve. No es la melodía lo que se oye, ni tampoco el ritmo, sino lo que ambos, ritmo y melodía, hacen posible. No es al intérprete al que observamos, sino a la música haciéndose posible en un ser humano. Cada gesto del intérprete es en sí mismo musical. Con todo, la mirada no se recrea ni embelesa en lo puramente gestual, sino que se proyecta más allá, mucho más allá, hacia la contemplación de lo sutil. Mucho es al respecto lo que puede aprenderse de las formas tradicionales de escucha musical ensayadas por las escuelas sufíes mevelví y chistiyya, esta última la más importante del ámbito indo-paquistaní. Los maestros sufíes tanto mevlevíes como chistîes aconsejan oír la música con la vista y escucharla con los ojos. Lo visual y lo sonoro en modo alguno se excluyen.


La utilización de la música grabada también permite importantes ejercicios de atención y escucha activa. Sea como fuere, en ambos casos y modalidades de escucha, se deberá huir de alentar el sentimentalismo epidérmico como respuesta inmediata a los estímulos sonoros. La música cuando se utiliza como soporte meditativo o de contemplación no se juzga, ni se elige bajo criterios de gustos. No se escucha para elucidar si nos resulta agradable o no. El oyente activo se despersonaliza, se desegocentra, se desubjetiviza, cada vez más, sin afectos, sin memoria incluso. Al fin y al cabo, el objetivo de adentramos en el sonido no es sino dejarnos conducir hasta la fuente de la que brota: el silencio primordial.

VI
Epílogo: de la danza

No he querido concluir este trabajo sin decir algunas palabras a propósito de la danza, expresión artística muy cercana a la música. De hecho, en el lenguaje sufí mevleví el término samâ’, que quiere decir escucha activa como ya hemos visto, también designa la danza circular de los derviches giróvagos.


Para Mawlânâ Rûmî, la vida en su totalidad es un incesante samâ’ en el que todo vibra y danza. El de Rûmî es un cosmos que baila amoroso, lo cual no es sino una forma poética de afirmar que todo vive, que hay un destello de conciencia divina en cada partícula de la materia. Su samâ’ consiste en la escucha atenta, mediante el oído interior, de las armonías del mundo de las esferas celestes, pero también es la comunión participativa con el canto y la danza de las plantas y los árboles, los animales y las montañas, las nubes, los ríos y los mares; en una palabra, con la vida en su conjunto.

El derviche no persigue atrapar la realidad con su arte giratorio; antes bien, expresa al danzar su solidaridad con un cosmos habitado por el ritmo, el orden geométrico y el movimiento duradero. Danzar es trascenderse, situarse en el lindero de lo humano, para hacerse partícipe de la liturgia de la vida y sus leyes. Danzar significa vaciarse, morir a sí mismo. En la muerte simbólica halla el derviche la comprensión del misterio de la vida. Morir es para él vivir más.


Danzar es unión: unión del hombre consigo mismo, con el resto de seres humanos, con el cosmos y, a la postre, con el misterio de la dimensión sutil de la realidad. La danza constituye el primer y fundamental arte del hombre. Con todo, el samâ’, la danza derviche del giro, más que arte es celebración, rito sagrado, plegaria en movimiento, que utiliza el cuerpo como instrumento. El material de la danza, del samâ’ en este caso, es, en efecto, la propia corporeidad del derviche. Danzar es, para él, celebrar el misterio de la vida con la totalidad de su ser, el cuerpo en primer lugar.





La danza es, según el coreógrafo francés Maurice Béjart, quien abrazó el islam a través del sufismo ya en su madurez artística, el primer arte del hombre y tal vez el más esencial y puro de todos. Sublime arte del instante, de la danza, al final, no queda nada. Por ello, el samâ’ mevleví sólo existe mientras el derviche lo ejecuta, en el momento preciso de la entrega a la espiral embriagadora de su efímero girar.

El movimiento circular es el movimiento perfecto, el de las esferas, el de la regeneración, contrariamente al de la línea recta que representa el mundo de lo corruptible. El círculo constituye una unidad completa y muestra, al mismo tiempo, la unidad del punto de origen. Carece de principio y fin, siendo finito e infinito a la vez. El círculo es para el derviche el espacio por excelencia del viaje alquímico, de la transmutación interior. El círculo permite hacer visible lo invisible.

El punto, por su parte, es la primera de todas las determinaciones geométricas, de igual manera que la primera de las determinaciones matemáticas es la unidad. La unidad y el punto constituyen la expresión del ser. El círculo aparece, pues, como irradiación del punto, que es el centro. El punto es, igualmente, el principio, el centro y el fin de las cosas. El movimiento del samâ’ mevleví se hace desde el centro y remite, justamente, a la inmovilidad vibrante del centro. El derviche es punto y círculo a la vez. De ahí que, en el lenguaje sufí, hallar el centro, único sentido del vivir, sea degustar la totalidad abarcante de la realidad, más allá de toda dicotomía y dualismo.

lunes, 12 de enero de 2009

Del oír y el ver


"Cuando el oído es penetrante
se convierte en ojo"

Mawlânâ Rûmî (m. 1273)





Comentario:
A la cámara del corazón se entra por la antecámara de los oídos, acostumbran a decir los derviches mevlevíes, parafraseando al gran teólogo persa Abû Hâmid al-Gazâlî (m. 1111). A la cámara del corazón, teniendo en cuenta que el corazón es, simbólicamente, el órgano espiritual de la visión mística. En cierto modo, podría decirse que el oído es el sentido primordial del derviche, para quien el mundo no es sino un gran resonador. Con todo, se trata de un oído que no es final de trayecto sino sendero abierto que conduce a la visión. Cuando el oído es penetrante ya no es oído, sino que deviene ojo. El oír y el ver están estrechamente ligados. F. Nietzsche sostenía que “se tienen oídos para ver”. Y es que quien oye ve y quien ve oye. Halil Bárcena

Lecturas recomendadas

  • Abbas Kiarostami, Compañero del viento (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2006).
  • José Antonio Antón Pacheco, Intersignos. Aspectos de Louis Massignon y Henry Corbin (Athenaica, 2015).
  • Khalili, Una asamblea de polillas (Mandala, 2012).
  • Masood Khalili, Los susurros de la guerra (Alianza, 2016).
  • Olga Fajardo (ed.), La experiencia contemplativa. En la mística, la filosofía y el arte (Kairós, 2017).
  • Seyed Ghahreman Safavi, Rumi's Spiritual Shi'ism (London Academy of Iranian Studies, 2008).
  • Shams de Tabriz, La quête du Joyau. Paroles inouïes de Shams, maître de Jalâl al-din Rûmi. Trad. Charles-Henry de Fouchécour (CERF, 2017).
  • Tom Cheetham, El mundo como icono. Henry Corbin ya la función angélica de los seres, (Atalanta, 2018).

¡Ah... min al-'Eshq!

"A nosotros que, sin copa ni vino,
estamos contentos.
A nosotros que, despreciados o alabados,
estamos contentos.
A nosotros nos preguntan: “¿En qué acabaréis?”.
A nosotros que, sin acabar en nada,
estamos contentos"

Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī

¡... del movimiento a la quietud!

... de la palabra al silencio !!!

"Queda mucho por decir,
pero será Él quien te lo diga
para que lo entiendas, no yo"

Mawlânâ Yalâl al-Dîn Rûmî (m. 1273)