Halil Bárcena, "Perlas sufíes. Saber y sabor de Mawlânâ Rûmî" (Herder, 2015).

«Es verdad que jamás un amante busca a su amado sin haber sido buscado antes por éste» (Mawlânâ Rûmî, Maznawî III, 4393. Traducción: Halil Bárcena).

¡... Eyval·lah ...!

AVISO PARA NAVEGANTES

Amigas y amigos, salâms:

Bienvenidos al blog del "Institut d'Estudis Sufís" de Barcelona (Catalunya - España), un centro catalán e independiente, dedicado al estudio de la obra del sabio sufí Mawlânâ Rûmî (1207-1273) y el cultivo del sufismo mevleví por él inspirado, en nuestro ámbito cultural.

Aquí hallarán información puntual acerca de las actividades públicas (¡... las privadas son privadas!) que periódicamente realiza nuestro instituto. Dichas actividades públicas están abiertas a todo el mundo, ya que nadie ha encendido una luz para ocultarla bajo la cama, pero se reserva siempre el derecho de admisión, porque las perlas no están hechas para los cerdos.

Así mismo, hallarán en el blog diferentes textos y propuestas relacionados con el islam, el sufismo y la sabiduría tradicional. Es importante saber que nuestra propuesta sufí está enraizada en la sabiduría coránica y la
sunna muhammadiana, porque el sufismo es el corazón del islam, pero el islam es el corazón del sufismo.

El blog está pensado como una herramienta de trabajo para todos aquéllos que tienen un sincero interés por Mawlânâ Rûmî, en particular, y la senda del sufismo islámico, en general. Por ello, sus contenidos se renuevan puntualmente. Si se suscriben al blog podrán recibir información puntual sobre todas las novedades que se produzcan.

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Halil Bárcena

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jueves, 31 de julio de 2008

Del conocimiento experiencial


"Universidades y colegios teológicos
y conferencias sabias, círculos y claustros...
¿De qué sirven cuando no hay conocimiento
ni tampoco ojo que vea?"



Hâfiz Shirazî (m. 1390)






Comentario:

Del fuego únicamente pueden hablar con conocimiento de causa quienes se han quemado en él. Y el derviche es uno de ellos. De hecho, el único patrimonio del derviche son sus quemaduras. El conocimiento que el derviche posee no es de oídas, "me han dicho que..." ('ilm al-yaqîn), ni es tampoco fruto de quien observa desde la distancia ('ayn al-yaqîn), parapetado tras doctrinas, filosofías y teologías. El conocimiento que del fuego posee el derviche es directo, de primera mano, consecuencia de haberse consumido en él, de haberse convertido él mismo en fuego habiendo dejado tras de sí toda dualidad (haqq al-yaqîn). El verdadero conocimiento (ma'arifa), que nada tiene que ver con barruntos doctrinales, por muy doctos y brillantes que parezcan, presupone siempre una radical metanoia, a fin de que el corazón, órgano por excelencia de la visión y el conocimiento místicos, devenga el límpido receptáculo de la verdadera realidad real. Halil Bárcena

martes, 29 de julio de 2008

Verdad incómoda


"Nadie puede jactarse de haber llegado
a la verdad si no ha sido tratado
como un hereje por mil personas respetables"

Al-Yunayd (m. 910)





Comentario:

Si los que hablan mal del derviche, los que le censuran y vilipendian, supieran mínimamente qué es lo que en realidad proclama, cuál es su verdadera enseñanza y en qué radica su saber, aún hablarían de él mil veces mil peor. Lo condenan aun sin entenderlo, ¡imagínense si lo entendieran! Los vericuetos de la senda interior transitan por geografías inimaginables, con lo que de nada sirve planificar o prever, algo que a los religiosos bienpensantes y bien creyentes, a los hombres de orden, en general, les produce pavor, acostumbrados como están a lo seguro y previsible. Quien crea que se ha de creer, anda errado, puesto que la senda interior, justamente, libera de toda creencia que otorgue seguridad o que someta el sentir y el pensar. El derviche es, pues, un buscador intrépido y valiente, cuya indagación le lleva a huir de los caminos trillados, sabedor como es que en la senda espiritual se avanza de novedad en novedad, de perplejidad en perplejidad, de asombro en asombro. Que no dé nada por sentado, que cuestione lo tradicionalmente incuestionado, le convierte al derviche en una persona incómoda, en un peligro para el orden establecido. De ahí el empeño de quienes tratan con denuedo de amordazarlo. Halil Bárcena

Templos en ruinas


"Nuestra santa obra no se habrá concluido
hasta que yazcan en ruinas todas las mezquitas
que se levantan debajo del sol.
El verdadero musulmán no se manifestará
hasta que sean una sola cosa la fe y la infidelidad"


Mawlânâ Rûmî (m. 1273)




Comentario:

El derviche no es una suerte de Sansón cuya misión sea destruir los templos. Hoy, los templos se derrumban ellos mismos solos, piedra a piedra, como consecuencia del desgaste y de las profundas mutaciones culturales de nuestras sociedades de innovación y conocimiento. Porque no es que vivamos una época de cambios, sino que estamos asistiendo a un verdadero cambio de época, en el que los templos se vienen abajo estrepitosamente, carentes ya de todo sentido. Pero, no lloremos por ellos sobre sus ruinas, ni malgastemos esfuerzos tratando de levantar otros templos supuestamente mejores, adaptados a los tiempos que corren. Aquí no cabe la nostalgia, ni el voluntarismo esforzado de quien pretende remozar lo irremozable. Y es que tal vez haya llegado el momento en que no necesitemos ya de más templos para vivir la cualidad humana profunda, eso que en el tiempo pretérito de las religiones se dio en llamar espiritualidad. Quizás sea hora ya de emanciparse de la tutela de lo religioso para poder ver, al fin, sin sus lentes deformantes, la maravilla sin fin que se despliega ante nosotros. Halil Bárcena




Beirut al cor


Homenatge a Beirut

Setembre, 1993




I

Capvespre brom a la ciutat inhabitada.
Al lluny,
un parell de gavines assagen
el seu vol morent.
Plaça dels Màrtirs:
rufagada d'ira,
desert fumejant obert a tots els vents,
filla ilegítima del Monsieur Violència,
palimpsest d'alfabets ferotges
que perduren fins a la darrera foscor.
Lloc d'estrall i esgotament.
Absència d'horitzó.
Cendra.
Residus.
Canons de pumicita
que amaguen els seus pits sanguinolents
i ploren pel brunzit de les bales.
Silueta sutza d'engunals
que excreten la lava de tots els morts,
de tots els que transitaren pel fang
quan no tenien ni l'edat del rossinyol.
Plaça dels Màrtirs:
l'alè és efímer
i fugisseres les pregàries
que hom escup al vent de la nit,
quan la lluna és un seguici fúnebre
surant damunt les formes exactes dels absents.






II


Burot de llum.
Ègida de cant.
Ocell courenc de la nit.
... Beirut.
Mapa del cor.
Dèdal d'escuma i sal.
Grilló encès.
... Beirut.
Mot d'aigua.
Salze blanc.
Ventre adolescent.
... Beirut.
... Beirut.






III

Al matí, l'home de capell gris i corbata de seda cull petxines i pedres llises a la platja. Quan cau el sol, passaja entre perfums de baladres. Pren arak al vespre, mentre refà un grapat de versos guerxats. Hi ha mots, mentrestant, que pereixen en el carmesí retràctil de la llengua. Ja de nit, sent al lluny el xiuxiueig enjogassat del mar de Beirut. Abans d'enllitar-se, l'home de capell gris i corbata de seda esguarda la llum debolida dels estels d'Orient (Josep Carner a Beirut).


Halil Bárcena


(Publicat a Palimpsestos, nº 9/10, hivern 1996, p. 34)

Adiós en Rímini


Adiós a las afueras de Rímini

A M. N., flor encontrada en el camino


Diré adiós definitivamente
a este sol nupcial de mis tardes extranjeras.
Adiós a los mirlos, a las yeguas ensogadas;
adiós a las carretas que cruzan junto al mar
y salpican con su tránsito solemne
el desdén de las horas baldías.

Diré adiós definitivamente
al zaguán ateo donde vertí estrofas y flores.
Adiós a los cuerpos jóvenes, barbitúricos,
migratorios y borrachos,
que sajaron mi soledad en noches tabernarias
de música exacta, vino y cartas.

Diré adiós definitivamente,
adiós a las uvas, a los pétalos malditos;
adiós a las callejas que trepan
como serpientes de piedra,
hasta el mirador desvencijado
donde gime la luna inexistente.

Diré adiós definitivamente,
hundiré mi memoria atormentada
en este rincón escueto.
Adiós cigarras de plata, copas nubladas,
branquias de damasco, gargantas temibles.
Definitivamente, adiós.

Halil Bárcena

(Tercer premio Ángel González de Poesía 1989, Ayuntamiento de Oviedo, p. 31)

lunes, 28 de julio de 2008

Díptico


Diálogo

"Hemos caminado más allá del sueño,
hemos amado más allá del corazón"

(Alí Ahmad Saíd Adonis)


Con el rostro macilento,
dolorido,
colmado de una tristeza de siglos
y con su calma tradicional,
me pidió que nos sentáramos
en el zagüán de la casa,
junto al venero,
y me preguntó:
-¿Qué haríamos si no tuviésemos tiempo?-
Un pájaro de alas muertas
y luz trémula
saltaba entre las piedras.
Mi corazón latía
en fulgor solitario
como una palabra
en un verso de Adonis.





Ausencia


La noche de tu ausencia
es larga
y pedura más allá
del amanecer
oscureciendo los días.
Tu vacío agrieta
las paredes de la habitación
y me obliga
a vivirte en sueños.
Pero jamás mi imaginación
te abarca.
Y huyo avanzando
como un cadáver
por el sarro de las calles.
Miro... busco...
como quien todo ha perdido,
mas nada hay en ellas
que supla tu falta.
La noche de tu ausencia
es larga, muy larga,
y afilada.

Halil Bárcena

(Publicado en La Ortiga, nº 8-10, diciembre 1997-marzo 1998, pp. 97-98)

Música, la medicina del alma

La medicina del alma:
El poder místico de la música sufí


Halil Bárcena






Cuenta una vieja leyenda oriental que, en cierta ocasión, un músico de reconocida reputación fue conducido una noche, muy a su pesar, a una reunión cortesana, a fin de amenizar la velada con su arte musical, al parecer sublime. Para comenzar, aquel músico, cuya identidad luego revelaremos, interpretó ciertas melodías que causaron la hilaridad de un auditorio fatuo y jactancioso. Más tarde, atacó unos sones tan tristes que consiguieron arrancar el llanto de los allí presentes. Finalmente, concluyó con algunas piezas selectas que durmieron al respetable, momento éste que el músico, verdadero mago del sonido, aprovechó para desaparecer sin ser visto de aquella reunión de gentes intrigantes, envanecidas por la celebridad. La leyenda, cuyo protagonista no es otro que el célebre filósofo -a parte de excelente músico, como ha quedado visto- Abú Nasr al-Farabí (m. 960), autor de Kitâb-ul-musîqa-l-kabîr, El gran libro de la música, subraya la influencia que la música puede llegar a ejercer sobre el ser humano en un momento dado.

La música no constituye un mero entretenimiento, ni es tampoco un medio de comunicación o de transmisión de significaciones, de ahí que muchas veces sea más importante el cómo se dice -o canta- que el qué se dice -o canta-. La estética musical en tierras del Islam siempre ha estado muy alejada de la concepción europea del arte por el arte. El primer grado de la música pensada y hecha por musulmanes hace referencia a las emociones, a los sentimientos, a los afectos. Para los teóricos árabopersas de la música, ésta posee una gran capacidad movilizadora -¿acaso emoción no significa poner en movimiento?-. Es, en este sentido, en el que hablamos de la música sufí en tanto que tibbu-l-arwah o verdadera medicina de las almas. El poder de la música, incluido su poder terapéutico, es una cuestión que ha suscitado una amplia reflexión intelectual desde fechas bien tempranas. Ya los antiguos griegos, de Pitágoras y su fecunda escuela de seguidores, a Platón -la formación musical constituye uno de los temas recurrentes de La República- y Aristóteles, realizaron notables aportaciones a propósito de de la naturaleza del sonido y sus efectos sobre las emociones, el carácter, el comportamiento y también, por supuesto, la salud. Pero, si hoy tenemos noticia de dicho legado clásico es gracias a la intervención mediadora de los hombres de ciencia del Islam medieval, árabes y persas en su gran mayoría.



Durante la Edad Media, la música comienza a adquirir valor en tanto que objeto relevante de interés intelectual a medida que van vertiéndose al árabe, la lengua de conocimiento entonces, el viejo saber musical griego a pique de perderse. Con todo, la labor de los sabios musulmanes no se limitó, en modo alguno, a una función de mera traslación mimética de todo cuanto recibieron de los griegos, principalmente, pero también de otros pueblos, como a veces se ha afirmado un tanto injustamente. Muy al contrario, aumentaron, modificaron, corrigieron y, en muchos casos incluso, arrojaron nueva luz sobre determinadas disciplinas del saber, como es el caso, precisamente, de la teoría musical, tal como bien ha apuntado el musicólogo Amnon Shiloah. El advenimiento del Islam y su posterior contacto con otras tradiciones tanto antiguas como contemporáneas, implicará una nueva concepción general del saber.

Las denominadas ciencias de los antiguos, también consideradas ciencias mundanas, incluían, entre otras, la lógica, las matemáticas, la medicina, la física y, por supuesto, la música. Sin embargo, en la práctica generalidad del contexto islámico medieval, con la única excepción del polígrafo andalusí Ibn Hazm de Córdoba, tanto en la clasificación de las ciencias del citado al-Farabí, como en Ibn Sina o en los Hermanos de la Pureza (Ijwân as-Safâ), la música no aparece como un saber independiente, sino que está incluida siempre en la ciencia matemática. Efectivamente, así como la poesía se enmarca en el campo más amplio de las ciencias del lenguaje, la música, que une destreza técnica e influencia en el psiquismo humano, forma parte de las matemáticas, junto a la aritmética -¡la ciencia del ritmo!-, la geometría y la astronomía. Pero, a pesar de todo lo dicho, no podemos ocultar la ambivalencia que el arte y la ciencia musicales han tenido y tienen en el ámbito del Islam. En efecto, la oposición al hecho musical por parte de un buen número de juristas de ayer -y también de hoy- ha sido frontal. De hecho, la polémica en torno a la licitud o no de la música ha sido y es un tema recurrente desde los albores mismos del Islam.

Quizás el más conocido entre los detractores de la música sea el teólogo Ibn Taymiyya (m. 1328), quien recogió sus diatribas antimusicales en su hiriente Kitâbu-s-samâ wa-r-raqs (El libro de la audición y de la danza), un duro alegato contra las prácticas musicales y psicofísicas empleadas por algunas escuelas sufíes. Pero también la literatura apologética ha tenido sus ilustres representantes, como es el caso del místico sufí Abd-ul-Ganí an-Nabulusí (m. 1731), cuya obra Prueva convincente de que es permisible escuchar instrumentos musicales constituye toda una defensa de las prácticas de la tariqa mawlawiyya de los derviches danzantes, inspirada por el poeta persa Hazrat Mawlânâ Rûmî (m. 1273). Es, precisamente, Rûmî quien nos dice en uno de sus hermosos poemas: "En el sama -o audición espiritual- los derviches escuchan otro sonido que proviene del trono divino. Tú sólo oyes la forma de la música, pero ellos poseen otro oído". Será también Rûmî quien afirme: "la música es el sonido de las puertas del paraíso al abrirse".



Los músicos y su arte, esa verdadera medicina del alma, han hallado refugio frente al rigorismo de los fanáticos, hombres de corazón seco y oreja dura -¡y nunca mejor dicho!- en dos espacios: en primer lugar, en el ámbito íntimo de las janaqas derviches, lugares donde se comparte una misma pasión por la divinidad, y también, en el palacio, al amparo de príncipes melómanos. Sin ánimo de ofender y tampoco de exagerar, me atrevería a decir que no hay espiritualidad sin música. Toda búsqueda trascendente pasa por el corazón, ese lugar insondable donde mejor y más fuerte late el pulso de Al.lah. Y a la habitación del corazón se entra por la puerta del oído.

El verdugo psiquiatra


Radovan Karadzic,
el verdugo psiquiatra y rimador


Halil Bárcena




Hay noticias que llegan tarde, muy tarde, ¡ay! demasiado, pero no por ello dejan de llenarnos de satisfacción el ánimo. Una de esas noticias que tanto se ha demorado sobrevino de golpe, la pasada semana, como una tormenta de verano. Me estoy refiriendo a la detención de Radovan Karadzic, el otrora líder político de los radicales serbios de Bosnia-Herzegovina, durante la guerra que asoló dicha región balcánica, entre los años 1992 y 1995. La noticia, insisto, llega muy tarde, pero es cuando menos reparadora. Ciertamente, jamás se devolverá la vida de aquellas miles de personas a quienes este psiquiatra y mediocre juntador de palabras (me niego en redondo a llamarle poeta) les robó los sueños para siempre, pero al menos tenemos la certeza que a Karadzic lo sentarán en el banquillo para dar cuentas de sus tropelías ante la justicia.
















Entre las dudosas proezas del personaje en cuestión, destacan dos: haber instigado la quema de la Biblioteca de Sarajevo y la matanza de Srebrenica. La Biblioteca de Sarajevo, un edificio de estilo neomudéjar, ardió en llamas a finales del mes de agosto de 1993, en lo que fue, en palabras del escritor barcelonés Juan Goytisolo, un auténtico memoricidio. Miles de viejos manuscritos en lengua árabe, turca y persa, auténtica memoria literaria del fértil islam balcánico, quedaron reducidos a cenizas en pocas horas, ante la impotencia de unos y el cínico laissez-faire de otros.













La quema de la Biblioteca de Sarajevo se convirtió en todo un acto simbólico macabro: borrar de la cultura eslava la huella islámica. Y es que como recuerda la escritora Jasna Samic, también el legado turco-otomano e islámico -como el judío- forma parte esencial de la cultura y de la historia los serbios, pero algunos se obstinaron entonces -como hoy- en negarlo rechazándolo y haciéndolo trizas (1). Sólo una curiosidad, el propio apellido Karadzic es de origen turco.










También la cruel matanza de Srebrenica tuvo mucho de macabro simbolismo. Hagamos un poquito de memoria, para los más jóvenes y los desmemoriados. El 11 de julio de 1995, es decir, antes de ayer, más de ocho mil varones musulmanes, hombres y niños, fueron sacados de sus casas, apartados de sus familias y brutalmente masacrados, a sangre fría, por fanáticos ultranacionalistas serbios, comandados por el general Ratko Mladic, e instigados intelectualmente por Radovan Karadzic, alguien que fue nombrado "Hijo predilecto de Jesucristo", por la Iglesia Ortodoxa Serbia e "Hijo de la Iglesia Ortodoxa Griega". Mientras eso sucedía, las tropas internacionales de la Unprofor, que estaban allí para proteger a la población musulmana asediada, y con cuyo coronel brindó Mladic con champán antes de lanzarse a la carnicería, miraban para otro lado. Ni siquiera el estertor de la muerte hizo que volvieran sus cabezas hacia el horror que estaba enseñoreándose delante de sus narices.













La de Srebrenica fue la mayor atrocidad cometida en suelo europeo, tras la Segunda Guerra Mundial. De ahí la enorme carga simbólica de aquella matanza. Lo allí acaecido nos recordó de golpe tres cosas: que el horror humano jamás se va del todo, que la capacidad de hacer mal es superlativa en el hombre y que después de Auschwitz aquello era posible de nuevo. Y es que con el ser humano vale eso de 'no lo hemos visto todo'.






Ahora, Karadzic, uno de los principales responsables de todo aquel horror desplegado en Bosnia, ha sido, por fin, apresado. Faltan otros, Mladic, el primero de todos. Esperemos y deseemos que sea cuestión de poco tiempo su captura. Por mi parte, guardo un recuerdo muy vivo de aquellos días. Cuando los radicales serbios penetraron en el enclave musulmán de Srebrenica yo estaba estudiando en Damasco, la añeja capital siria. Cada día, desayunaba en una cafetería regentada por una desplazada palestina del barrio acomodado de Abû Rumânah, desde la que tenía a tiro de piedra la embajada de la por entonces moribunda ex-Yugoslavia, monopolizada ya por los ultranacionalistas serbios. El edificio, cerrado a cal y canto, estaba todo él protegido por soldados sirios. El aspecto era siniestro, pero, lo que son las cosas, todo él olía a perfume de jazmín, el singular perfume del jazmín damasceno que emergía de los jardines contigüos a la embajada. Y es que en Damasco, a pesar del calor, el verano es la estación predilecta, cuando el perfume de la flor del jazmín inunda el aire y el cielo azul turquesa está calmo. Tan sólo por sentir ese perfume de jazmín merece la pena vivir, porque si uno hubiese de fijarse únicamente en actos como el de Srebrenica sería para desear no existir, o al menos, para no salir de casa en siglos.



Notas:



1. Jasna Samic, Escarcha de dos primaveras (Exilios: París, Sarajevo), Pamplona: Pamiela, 1994, p. 13

De la divinidad


“¡Oh peregrinos del santuario! ¿Adónde vais, adónde?
¡Volved! ¡Volved! ¡El Amado está aquí!
¡Su presencia bendice toda vuestra vecindad!
¿Por qué vagáis en el desierto? ¡Vosotros que buscáis a Dios!
¡Vosotros mismos sois Él! ¡No necesitáis buscar!
¡Él es vosotros, en verdad! ¿Por qué buscáis lo que nunca se perdió?”

Shams-e Tabrizí (m. 1248)






Comentario:

Dios no es un ser, alguien ahí afuera a quien pueda pedírsele nada, al que dirigir plegaria alguna. Ahí afuera no hay nadie que hable o escuche, ni tampoco que revele nada. Además, en la senda interior jamás se avanza a base de pedir nada. El Dios al que el derviche designa con expresiones como el ‘Amigo’ o el ‘Amado’, o Haqq, la ‘Realidad real’, o Hû, ‘El que es’, ese Dios, digo, es un símbolo nada más con el que se pretende dar noticia del abismo misterioso de la vida. El vocablo Dios le sirve al derviche para hacer ver que la senda interior no sigue los dictados del yo, sino que los trasciende. No parte del yo el obrar del derviche, pero tampoco de una completa alteridad. Dios no es un ser, así pues, sino más bien una acción, la de la propia vida dándose significado a sí misma a cada momento, en todo lugar y circunstancia, también en nosotros mismos. Dios no es algo particular, ni una cosa entre las cosas, ni el ser supremo entre los seres, sino el significado profundo de las cosas y la maravilla de sus manifestaciones, aunque, bien mirado, Dios no posee ninguna definición, puesto que lo que no es nada no puede ser reducido a concepto alguno. Nadie debiera equivocarse al respecto: para el derviche, Dios no es la meta de su búsqueda ni tampoco su acicate. Halil Bárcena

Visón sufí de la muerte


Morid antes de morir
Notas a propósito de una visión sufí de la muerte


Halil Bárcena








“Nuestra muerte es como la noche de bodas con la eternidad.
¿Cuál es su secreto? Dios es Uno”

Mawlânâ Rumí (1207-1273)



El presente artículo no es sino una primera aproximación al tema de la muerte tal como es concebida en el Islam y, más específicamente, en la tradición mística del sufismo. Se trata, por lo tanto, de unas primeras notas que no tienen mayor pretensión que servir de introducción y, al mismo tiempo, de punto de partida para posteriores reflexiones, sin duda necesarias, de mayor calado. Al fin y al cabo, la muerte, esto es, la forma de afrontarla y vivirla, es lo que da sentido a nuestras vidas como seres humanos. Pensar la muerte no es sino adentrarnos en el enigma de nuestra propia existencia. Somos humanos porque nos sabemos seres mortales.

La literatura escatológica ocupa un lugar de relieve en la tradición islámica, y más concretamente en el tasawwuf o sufismo, su dimensión mística. La perla preciosa del teólogo, jurista y místico persa Abû Hâmid al-Gazalî (1058-1111) constituye un buen ejemplo de dicha producción literaria. También lo son los capítulos 61 al 65 de Las Revelaciones de la Meca, obra magna de Ibn ‘Arabî (1165-1240), el andalusí de Murcia, una de las luminarias de la mística sufí de todos los tiempos. El relato de Ibn ‘Abbas El viaje y ascensión nocturnas del Profeta Muhammad contiene también bellas descripciones acerca de las etapas que el hombre recorre tras las muerte física. Al mismo tiempo, el autor, una de las fuentes más fiables de hadices o dichos tradicionales atribuidos al profeta del islam, ofrece un inventario pormenorizado sobre el paraíso y el infierno, según fueron concebidos por los primeros musulmanes.

Igualmente, dentro del islam shií, la escuela shayjí ha dado a luz, desde el siglo XVIII aproximadamente, un importante número de obras doctrinales a propósito del misterio por excelencia del hombre: la muerte. Bueno, sería que dichas obras fuesen vertiéndose a nuestras lenguas occidentales, ya que, como afirma el islamólogo francés Henry Corbin (1903-1978), de quien justo en el momento de escribir estas líneas se celebra el centenario de su nacimiento, aportan un punto de vista muy original sobre el destino final del hombre.




Como bien afirma el filósofo Eugenio Trías, “es la Muerte ese Poder que nos oprime desde que nacemos” [1]. La muerte es inevitable y su advenimiento imprevisible. La muerte posee un carácter de incierta fatalidad. La muerte, con su contundente y abarcadora presencia, resulta imposible de obviar y de olvidar. La muerte supone una gran incomodidad, una broma pesada, para nuestra cómoda sociedad occidental tan preocupada por el orden, el control y la seguridad absolutos. Nuestra vida está organizada de espaldas a la muerte. Hoy, buena parte de nuestros esfuerzos van encaminados a maquillarla. Al-Gazalí narra las siguientes palabras de Hazrat ‘Alí, una de las primeras fuentes de inspiración sufí: “Resulta incomprensible que algunos que han visto a sus seres queridos morir puedan olvidar la muerte”.

En primer lugar, la muerte delata nuestra pequeñez. Pone de relieve nuestro carácter efímero. Todo cuanto hemos construido con afán orgulloso se derrumbará y quedará como mera ilusión ante la realidad de la muerte. Por eso, para el ego la muerte supone una catástrofe inaguantable. Aunque quizás quepa preguntarse si nuestro temor a la muerte no sea más bien un temor a la idea de ella que nos hemos fabricado.

Sin embargo, existe otra forma de acercamiento a la muerte. Según la tradición del sufismo, en la muerte podemos hallar la comprensión del misterio de la vida, tal como nos dicen los místicos sufíes. Existe un hadiz, muy caro al sufismo, que en árabe aparece enunciado como sigue: “Mûtû qabla an tamûtû”, que traducido quiere decir: “Morid antes de morir”. Dice el profesor iraní Seyyed Hossein Nasr a propósito de dichas palabras: “Las doctrinas escatológicas sufíes revelan al hombre la extensión de su ser más allá del yo empírico terrenal con el que la mayoría de los seres humanos se identifican. Por tanto estas doctrinas son también otro medio por el que se da a conocer la totalidad del estado humano en toda su amplitud y profundidad preparando el terreno para la realización efectiva de las posibilidades totales de la condición humana, realización que implica la completa integración del hombre” [2].


Identificarse con el yo empírico o fenoménico, en una palabra: con la individualidad, es predisponerse indefectiblemente al sufrimiento más atroz. El sufí es consciente que perece dicha individualidad pero no la vida, con lo que la muerte no puede ser vista como el final de algo que tampoco posee inicio. De otra parte, el dicho muhammadiano antes citado nos impele a la transformación ahora y aquí, antes de que sobrevenga la ola de la muerte y nos arrastre con ella hacia el centro del océano de la inmensidad. Muere ya -simbólicamente hablando- a tu yo, eso que la literatura clásica sufí designa con el vocablo nafs, antes de que sea demasiado tarde, puesto que tras la muerte física no quedará ya posibilidad alguna.

La integración de la muerte en lo cotidiano, su comprensión desatemorida, la convierten en el elemento básico de la verdadera transformación alquímica de la persona. La muerte es cada instante. Cada exhalación no deja de ser una especie de pequeña muerte, de antesala del destino final del hombre. Respirar es vivir, pero también es morir un poco. Respiración: vivacidad-mortalidad. La muerte se convierte, pues, en motor que nos permite disfrutar más y mejor de la vida. El derviche de verdad es quien ha mutado el temor pavoroso a la muerte en gozo de vivir. Es cierto que las religiones tradicionales, cuando se viven de forma externa, casi como si se tratase de una suerte de código civil en el que solo se subrayan los aspectos punitivos, ahogan la dimensión más íntima, espiritual y voladora del ser humano, a diferencia del camino místico. Mientras que la religión pretende salvar al hombre, la mística persigue transformarlo, o si se quiere, salvarlo transformándolo.

De ahí las palabras antes citadas del profeta Muhammad. Hemos de morir diariamente, a cada segundo, en cada respiración, a aquello que constriñe nuestro ser y sus infinitas posibilidades. “Morir antes de morir” significa, entre otras muchas cosas, vivir de la mano con la muerte, sin darle la espalda. La muerte no tiene que ver con el final de nuestros días sino con el presente transformador de cada instante. Vistas así las cosas es normal que la muerte física del místico constituya no un trauma sino un momento de gozo y retorno a la fuente originaria designada con el vocablo Dios. “De Allâh somos y a Allâh retornamos”, puede leerse en el Corán (2,156). La muerte se convierte en una figura simbólica-analógica e indirecta. La muerte es entonces shab-i arûs, es decir, “la noche de bodas”, el instante en que se consuma la unión de los amantes enfebrecidos, cuando el derviche se funde al fin con la inmensidad.





“Muere antes de morir” constituye un reto, una invitación a superarnos, a sobrepasar los límites de un yo que nos empequeñece y limita. Dichas palabras suponen dar una nueva dimensión al ciclo vida-muerte-vida: morir significa vivir más. Y toda muerte no es sino un abandono de nosotros mismos, un dar generoso para obtenerlo todo. Un mutar nuestra piel, como la serpiente. El sufí cuanto más da de sí más tiene. En la muerte halla un principio de vida y fecundidad. Afrontar la muerte en el día a día, supone, al mismo tiempo, deshacer los ardides que el hombre utiliza para paliar la angustia de la muerte, ardides tejidos a veces en connivencia con las religiones formales. A la postre, la religión pierde su sentido de verdadera cita del hombre con lo sagrado -y no hay nada más sagrado que la muerte-, cuando se convierte en una adormidera de la consciencia humana y cuando reduce su función trascendente al cumplimiento de unos patrones de moralidad, supuestamente revelados, muy discutibles.

Resumiendo, existe en la vivencia valiente y desprejuiciada de la muerte una especie de iniciación. En efecto, la muerte se halla en el centro de toda vía iniciática, como es el caso que nos ocupa del sufismo. Una curiosidad semántica al respecto. En el universo sufí, se designa con el término árabe talqîn a la ceremonia de iniciación en la senda mística, al compromiso irrompible o ba’ya que sellan maestro y discípulo con un apretón de manos. Talqîn es, así pues, instruir, inspirar, insinuar la vía mística sufí. Y quien realiza dicha instrucción es el mulaqqin o maestro sufí. Pero, casualmente, ¡o no!, el término mulaqqin señala también al alfaquí que instruye al muerto musulmán recién enterrado, sobre las contestaciones que debe de responder a los ángeles de la muerte, Nakir y Munkar, cuando le interroguen a propósito de su fe y de su vida, a fin de ayudarle en su tránsito hacia la otra vida. En definitiva, saber decir la muerte, saber pensarla, nos eleva por encima de nosotros mismos. “Morir antes de morir” nos ayuda a comprender que en la vida no todo se reduce a morirnos.



Notas:

[1] Eugenio Trías, Por qué necesitamos la religión, Barcelona: Debolsillo, 2002, p. 26
[2] Seyyed Hossein Nasr, Sufismo vivo. Ensayos sobre la dimensión esotérica del Islam, Barcelona: Herder, 1984, p. 56

jueves, 24 de julio de 2008

Más allá del ego


"Si el conocimiento no te arranca de tu ego,
la ignorancia vale más que ese conocimiento"


Hakîm Sanâ'í (m. 1131)




Comentario:

Para el derviche, el único conocimiento que cuenta, el único que merece ser llamado como tal, es el que le libera a uno de sí mismo, de las cadenas del yo fenoménico que lo atan. Ese es el conocimiento que persigue el derviche, y no otro. Porque el conocimiento real no es un añadido intelectual, ni una filigrana mental, ni un mero apunte decorativo. El conocimiento no es para hacer bonito. El conocimiento, ma'arifa en el lenguaje técnico sufí, es esa luz que ilumina tu propia oscuridad, el golpe -a veces es caricia- que te despierta del sueño del ego en el que vives. El conocimiento verdadero te da de bruces con la realidad real y te susurra al oído -a veces te grita:- ¡Tú no eres eso! Se dice de alguien, a veces, que es inteligente, aunque es orgulloso. ¡Falso! Quien sabe, el hombre de conocimiento, no es jamás orgulloso. Quien tanto se considera a sí mismo es, antes que nada, un necio. Bien mirado, el ser humano tiene muy pocos motivos para sentirse orgulloso de sí mismo. Halil Bárcena

Del vino que emborracha



"Nadie se emborracha con la palabra vino"


Mawlânâ Rûmî (m. 1273)









Comentario:

El conocimiento que no conmueve no es tal conocimiento. El conocimiento que no arrastra tras de sí el sentir, que no hace vibrar las fibras más íntimas del ser, resta un mero juego especulativo que no va más allá de lo meramente epidérmico. Y es que emborracha el vino, no discurrir sobre la palabra 'vino'. Del mismo modo que el dios de cartón piedra de los teólogos abruma por lo elaborado, pero en modo alguno embriaga. Demasiado tiempo dando vueltas al templo, pero sin penetrar en él. Emborracha el vino, sí, pero el de marca, porque el otro, el que se expide a granel aquí y allá, produce dolor de barriga. El derviche siempre ha sido hombre de paladar refinado. Jamás se contenta con sucedáneos. El vino ha de oler a vino y.... ¡emborrachar! Halil Bárcena

miércoles, 23 de julio de 2008

Por un sufismo no religioso


Hacia un sufismo más allá de las formas religiosas


Halil Bárcena





“Yo soy el susurro del agua
en los oídos del sediento.
Vengo como la lluvia suave del cielo.
¡Levántate, amigo, despierta!
¡El ruido del agua, tú sediento
…y duermes!”

Mawlânâ Rûmî (1207-1273)



1

Desde sus inicios, los encuentros de verano de Can Bordoi, que llegan justo ahora a su quinta edición, han supuesto para mí un desafío, tanto intelectual como espiritual, de primera magnitud. He de reconocer que darse de bruces con la obra -y la persona- de Marià Corbí, aguijoneadora como pocas, no ha sido un acontecimiento menor. Leyendo los distintos textos que he ido presentando a lo largo de estos cinco años de encuentros puede rastrearse sin a penas dificultad el gran impacto que la obra corbiana me ha producido y, como consecuencia de ello, la aventura (insisto, tanto intelectual como espiritual) en la que desde entonces me he embarcado, no sin penas y fatigas, que no es otra que la proposición de un sufismo laico, no fundamentado ya sobre creencias y, por consiguiente, más allá no del islam (de su núcleo significativo y valioso y de sus intuiciones espirituales fundamentales), pero sí de las formas religiosas islámicas. A veces, me gusta decir, recreándome en la proximidad fonética de sus apellidos, que los últimos años de mi vida han sido un tránsito de Corbin, el gran iranólogo francés de quien mucho he bebido y a quien tanto admiro, a Corbí y su propuesta, a todas luces pionera, de una espiritualidad laica. De hecho, de Marià Corbí puedo decir que somos tan distintos en casi todo que nos entendemos a la perfección.

Con todo, tal vez sea la de este año la temática más complicada y embarazosa si cabe de cuantas hemos venido investigando a lo largo de las ediciones precedentes de nuestros encuentros. Al menos, así se me presenta a mí. La cuestión que se nos propone en esta ocasión es, si se me permite la expresión, de órdago: cómo acceder y cultivar, hoy, esa peculiar cualidad humana que se llamó antaño ‘espiritualidad’. Y lo es porque se nos pide descender al terreno siempre tortuoso de la concreción empírica, que en mi caso particular vendría a formularse algo así como: ‘el cultivo de la espiritualidad pura desde la tradición sufí’; o lo que es lo mismo: ‘cómo puede concretarse la aportación no religiosa del sufismo islámico en las condiciones de nuestras sociedades laicas y de conocimiento’.

A fin de que mi argumentación no sea tachada ya de entrada de subjetivista e injustificada, de caprichosa incluso, he juzgado pertinente efectuar algunas consideraciones previas de carácter conceptual, a propósito de los términos ‘religión’ y ‘espiritualidad’, subrayando el caso específico islámico, dada la irreprimible incomodidad que su utilización me provoca, si bien con matices diferentes en cada uno de los dos casos. Al mismo tiempo, me ha parecido conveniente pergeñar un breve perfil histórico del sufismo, mejor dicho de los sufismos, puesto que, en rigor, hay sufismos -en plural-, más que un solo sufismo [1], así como de su no siempre bien llevada relación de parentesco con el islam. Y todo ello en aras a establecer una suerte de jerarquía de valores que nos ayude a comprender que no todo lo que históricamente ha cabido dentro del sufismo posee el mismo interés, ni todo ello nos sirve por igual a la hora de intentar fundamentar un sufismo más allá de las formas religiosas islámicas, que es el horizonte último que perseguimos.


Decía Abdullah Ansarí (m. 1088), una de las cimas del sufismo persa: “He abandonado mil fuentes y riachuelos con la esperanza de encontrar el mar” [2]. Pues bien, ese es el espíritu que nos anima en nuestra tarea: abandonar las fuentes y los riachuelos de las formas religiosas islámicas -¡pero podría añadir, igualmente, cristianas, budistas o hindúes!-, y lanzarnos con lo puesto a la búsqueda del mar de la cualidad humana profunda y de la espiritualidad pura. Y hacerlo, entre otras muchas cosas, porque, hoy, de dichas fuentes ya no mana agua -¡o bien es insalubre!-, y los riachuelos son cauces secos.

Que nadie se confunda, así pues, ni se lleve a engaño. No pretendo con esta propuesta de sufismo laico confeccionar un traje sufí a la medida de los antojos de exotismo de unos cuantos, error de bulto en el que incurre un cierto sufismo llamémoslo new-age, de muy poco valor para lo que aquí en verdad nos estamos jugando. Permítaseme decir, aunque sea a vuelapluma, que el exotismo es quizás una de las falacias más comunes entre muchos occidentales cuando se confrontan con una cultura espiritual oriental, como es el caso que nos ocupa aquí del sufismo.

Quiero decir, por último, antes de entrar en materia, que la tarea que tenemos ante nosotros es tan monumental que en modo alguno podría agotarse en estas páginas, que no son sino una primera y humilde contribución a una cuestión que considero crucial y de una urgencia inaplazable. Y es que mientras el hombre contemporáneo anda de aquí para allá dando tumbos o, como mucho, palos de ciego, tratando de buscar soluciones a los problemas que plantea una contemporaneidad caracterizada por el empobrecimiento de lo que hay de más profundamente humano y, si se me permite decir también, sagrado en el hombre, lo más paradójico de todo es que, como se lamentaba Mawlânâ Rûmî (m. 1273), maestro de derviches, allá por el siglo XIII: “Te has dormido sediento a orillas del mar, te has muerto de indigencia sobre un tesoro”. Pues bien, esa es nuestra tarea: apuntar la existencia del tesoro al que aluden los versos del maestro persa de Konya, que no es otro que las grandes tradiciones religiosas y de sabiduría de la humanidad, como el sufismo islámico, del que nos ocuparemos en estas páginas.

2

Ya no es posible seguir hablando de religión, sobre el hecho religioso en general, como si nada a nuestro alrededor hubiese sucedido en las últimas décadas, sobre todo en las llamadas sociedades europeas de innovación y conocimiento, unas sociedades móviles, fuertemente laicizadas y en las que el peso de lo religioso es cada vez más liviano y marginal, al haber sido arrumbado y, en consecuencia, desplazado del eje central de la cultura, fenómeno éste ampliamente estudiado por Marià Corbí a lo largo de su ya extensa obra. No albergo la menor duda acerca del carácter irreversible de la crisis deflacionaria de los modelos religiosos tradicionales -incluido el islam, por mucho que algunos se empeñen en sostener lo contrario-[3], del mismo modo que juzgo inadecuado, por inútil e imposible, tratar de reconvertir las religiones, ni tan solo de reformarlas o adaptarlas, a fin de hacerlas más digeribles a los hombres y mujeres de nuestra atribulada y trepidante contemporaneidad; hombres y mujeres, por otra parte, que viven, en su inmensa mayoría, sobre todo las jóvenes generaciones, radicalmente de espaldas a la res religiosa y cuanto tiene que ver con ella. Y es que para buena parte de hombres y mujeres de hoy los naipes se les han puesto boca abajo y la religión se ha convertido literalmente insoportable.

Obstinarse de forma voluntariosa, pues, en la reconversión de las religiones, en su aggiornamento, indica, en mi modesta opinión, no haber percibido del todo la profundidad de la crisis que nos ha tocado en suerte vivir, ya que no se trata de una crisis más. No asistimos, como algunos dicen, a una época de cambios, sino a un verdadero y radical cambio de época. Posiblemente, nos hallemos, sin apercibirnos del todo, ante una verdadera transformación epocal, cuyos efectos se dejan sentir en todos los órdenes de la vida humana, y que toca de lleno -¡y de qué manera!- el corazón de la religión y de las religiones; insisto, incluído el islam. En ese sentido, pensar, como piensan algunos islamólogos hoy [4], que estudiando las constantes del pasado del islam se entreverán algunos elementos previsibles del futuro, así como los posibles mecanismos de su adaptación a los nuevos tiempos, es harto insuficiente y demasiado simple, puesto que minimiza el impacto real de lo que está sucediendo en el planeta, que nos hallamos ante una nueva revolución: la de la mundialización, con lo que ello comporta a nivel global.




La obra de Marià Corbí [5], y por consiguiente el espíritu que anima los encuentros de Can Bordoi, no se halla en dicha línea de reforma de las religiones. Tampoco se encuadra en los márgenes del diálogo interreligioso. En un instante como el presente, convendría interrogarse a propósito del significado real que el diálogo interreligioso posee hoy, en dichas circunstancias de crisis y cambio. Y es que dicho diálogo no puede ser el bálsamo que cure las heridas (mortales) de las distintas religiones, ni su sala de reanimación, ni mucho menos aún el refugio en el que hallar calor y consuelo mutuo ante los embates de los tiempos que corren, cada vez más abigarrados y promiscuos, cada vez más vertiginosos. Que el diálogo sea una necesidad para las religiones, que sea indispensable y necesario, no significa, a mi modo de ver, que las vaya a librar de una situación que no tiene marcha atrás, su declive paulatino, aunque a distintas velocidades.

Mucho me temo, insisto, que las cosas no van a dar marcha atrás en materia de religión, y tampoco creo que eso sea ni conveniente ni mucho menos deseable. Es posible que no sepamos a ciencia cierta hacia dónde vamos, pero para atrás seguro que no. Mal que nos pese, tanto si nos agrada como si no, las religiones ya no volverán a ser lo que fueron, tampoco el islam. Máxime quedarán -¡quién sabe por cuánto tiempo!- como un reducto marginal para nostálgicos irreductibles y apocados (espiritualmente hablando). No soy en este punto, lo confieso para que no haya duda alguna, ni un modernista rabioso ni menos aún un perennialista musulmán, a la manera de René Guénon o Fritjof Schuon, pongamos por caso, anclado en un supuesto tiempo pretérito idílico. Puedo por ello mirar hacia atrás, hacia el pasado religioso, el islámico en primer lugar, sin ira (antes bien con una cierta admiración), pero al mismo tiempo sin el menor atisbo de añoranza, entre otras cosas porque aún está por demostrar que cualquier tiempo pasado fue mejor.


Pero que la religión (entendida en tanto que sistema dogmático de creencias, exclusivo y exclusivista, portador de una ley moral de carácter revelado a la cual someterse, a fin de ganar una supuesta salvación en la otra vida) esté herida de muerte, en modo alguno implica que lo esté eso que a falta de mejor expresión dio en llamarse espiritualidad en el pasado, como parecen avalarlo ciertos indicios, aún incipientes, es verdad, pero no por ello menos significativos. Quiere ello decir, por consiguiente, que, primero de todo, se impone distinguir entre religión y espiritualidad. Esa es, a mi juicio, una de las cuestiones más acuciantes de nuestro tiempo, sobre todo si deseamos que el anhelo sincero de espiritualidad de muchos de nuestros contemporáneos no se dé de bruces contra el frontón de la religión de unos pocos, y se vaya a pique. La espiritualidad puede darse, y de hecho se ha dado en la historia -también hoy-, al margen y más allá de la religión formal (el sufismo, al menos el que aquí evocaremos, constituye un ejemplo histórico inmejorable por lo que al islam respecta), mientras que la religión puede ser seguida sin el menor atisbo de espiritualidad, como no nos cansamos de ver, aquí y allá, en tantos y tantos fenómenos religiosos afectados hoy, en la mayoría de los casos, por una pavorosa involución [6].

Hecha esta primera y necesaria distinción entre religión y espiritualidad, no oculto mi desazón tampoco ante el uso del término ‘espiritualidad’, hoy ampliamente cuestionado. Personalmente, preferiría evitarlo y reemplazarlo por otro más genuino, laico y sin tanta densidad histórica, tal como propone Marià Corbí, por ejemplo, al hablar de cualidad humana profunda. A pesar de todo, justo es decirlo, hoy ‘espiritualidad’ dice más que ‘religión’, al menos a mí me permite expresar más, muchísimo más, cuando trato de sufismo, por ejemplo. Con todo, digámoslo sin ambages, ‘espiritualidad’ es una palabra decididamente desgraciada y, en algunos casos incluso, de memoria odiosa. Me pregunto si es pertinente referirse todavía hoy a la dimensión más profunda y absoluta del ser humano con una palabra tan dicotómica y dualística, que obedece a una antropología caducada, como si dicha dimensión profunda no abarcara también lo somático (incluida nuestra sexualidad) y la materialidad; algo así como si únicamente pudiese vivirse lo espiritual en radical oposición a lo terrenal y lo material.

3

Contemplado con perspectiva de conjunto no existe un único sufismo. He aquí una de las dificultades a la hora de encontrarle una definición adecuada. En rigor, ya lo he avanzado más arriba, hay sufismos -en plural-, más que sufismo. De hecho, ninguna tradición religiosa i espiritual puede ser caracterizada de manera unívoca: todas son heterogéneas. Pero me atrevería a decir que en el caso del sufismo eso es más verdad aún, porque es antes un conjunto de vías espirituales que una sola vía espiritual. El sufismo no es una realidad monocroma, plana y unidireccional, ni tan solo es una moneda de dos caras. El sufismo es un verdadero poliedro que contiene múltiples rostros espirituales. Yunayd (m. 910), polo de la escuela sufí de Bagdad, tiene unas palabras muy ilustrativas a propósito de la naturaleza plural y coloreada del sufismo que dicen así: «El color del agua procede del color del recipiente que la contiene». Pues bien, el agua del sufismo se ha teñido con la coloración de los diferentes recipientes en los que ha sido vertida, sin sufrir merma alguna de su naturaleza líquida e incolora. Eso explica los múltiples matices y acentos que ha presentado a lo largo de la historia. Unos ponen más el énfasis en la dimensión sensitiva y emocional, otros en la mental e intelectual, y otros en la acción gratuita y desinteresada.


Nos encontramos, así pues, con el ascetismo de Kufa y el llanto de Basora, dos ciudades del Iraq actual; con el hambre de Siria; la caballerosidad de Nishabur y la negación del sí de Balj, núcleos urbanos del Jorasán persa, donde vieron la luz Rûmî y otros importantes sufíes históricos, como por ejemplo el príncipe Ibrahim ibn Adham (m. 777), que, como el Buddha -con quien muchas veces se le ha comparado-, renunció a las comodidades de la vida palaciega para seguir la vía mística sufí. Todas estas coloraciones del sufismo, relacionadas con espacios geográficos precisos, cristalizaron pronto en diferentes arquetipos espirituales, a menudo presentados bajo forma de parejas antitéticas como, por ejemplo: sufí docto / sufí iletrado, sufí sobrio / sufí ebrio, sufí amoroso / sufí cognoscente, etc. O bien fueron asociadas a ilustres personajes, maestros de les tendencias o escuelas sufíes respectivas. De tal manera que el mencionado Yunayd simbolizará la serenidad y la lucidez, mientras que en el polo complementario -que no opuesto- Bistamí (m. 875) representará la embriaguez; Muhasibí (m. 857), el autoanálisis y la aceptación del destino; y Hakim Tirmizí (m. 898) la santidad. Por tanto, al decir sufismo nos estamos refiriendo a un amplio abanico de manifestaciones y sensibilidades espirituales nacidas y desarrolladas dentro de los límites -muy amplios y permeables- del islam, si bien en muchos casos prevalezcan aún elementos foráneos más o menos islamizados. Estos sufismos tienen en común la exégesis simbólica del texto alcoránico o tawil y su progresiva interiorización, al tiempo que una profunda aversión hacia la religión reducida a mera práctica jurídica y legalista por lo que supone de asfixia de un impulso interior, constitutivo antropológico del ser humano, que no puede ser sometido a ninguna ley externa ya que las transciende todas.


Una de las razones principales que explica la continuidad histórica del sufismo hasta hoy en día es preciso buscarla precisamente en la gran plasticidad de los propios sufíes y en su capacidad para adaptarse a todo tipo de contextos, algunos muy divergentes entre sí. Desde sus inicios, el sufismo se ha fundamentado en una concepción dinámica y siempre cambiante del camino interior. De acuerdo con Huseyn al-Andakí (1157): “Un trabajo sufí no es tal si no toma en consideración antes el tiempo (zamân), el lugar (makân) y las personas (ijwân) a quienes se dirige” [7]. Los maestros sufíes siempre han diseñado el trabajo espiritual tomando en consideración esos tres factores insustituibles. Quiere ello decir que dicho trabajo jamás podrá ser concebido como un sistema cerrado en sí mismo al que someterse, o como un método invariable y acabado de una vez por todas, sino que habrá de (re)crearse y (re)inventarse en cada instante, tal como si de una obra de arte se tratara. El sufismo operativo obra siempre según las circunstancias contextuales, el momento específico y los individuos a los que va dirigido. En definitiva, todo el mundo camina en la vía sufí según sus predisposiciones naturales e inclinaciones psicológicas, dado que el camino, que exige siempre un cierto riesgo y atrevimiento, no deja de ser una creación única y exclusiva de cada uno.


Operar hoy tomando en consideración las premisas de al-Andakí significa tener bien presente que nuestro espacio es europeo y laico, que el tiempo es este, el que nos ha tocado en suerte vivir, ajetreado y veloz, y que las personas serán, en la gran mayoría, hombres y mujeres sin religión. Ello nos obligará a tratar de no imitar o reproducir formas culturales ajenas, al tiempo que nos reconciliará con nuestro propio entorno: nuestro camino interior pasa por el suelo que pisamos y no por Konya, Damasco o Estambul. Aquí también hay senda que seguir.

Qué duda cabe que esta ductilidad innata del sufismo, su capacidad de sentir el latido de cada instante presente, de operar en el ahora y el aquí concretos, lo sitúa en una situación óptima ante el nuevo umbral en el que se encuentra la humanidad y los fenomenales desafíos que plantean las nuevas sociedades postindustriales y de innovación que estén emergiendo por doquier, aunque con distintas velocidades. La disposición secular del sufismo a la adaptabilidad le permitirá, sin duda, sobrevivir mejor a los avatares de los tiempos que otras corrientes religiosas islámicas. Podrá, así, seguir jugando un papel relevante en la espiritualidad del futuro, tal como lo ha hecho en el pasado, con la salvedad que ahora la adaptabilidad tendrá unas consecuencias mucho mayores que antaño. Por ejemplo, si tomamos como espacio contextual el continente europeo donde nosotros operamos, el sufismo trabajará con personas mayoritariamente no religiosas, hijos e hijas lejanas del cristianismo, que no se acercarán al sufismo en busca de una nueva religión sino con ansías de hallar una espiritualidad pura, libre de formas religiosas. En ese sentido, el sufismo europeo del futuro, cuyos interlocutores serán, mayoritariamente, poblaciones no musulmanas de nacimiento, no podrá funcionar como una forma aterciopelada de islamización, puesto que salvo casos muy minoritarios, que podríamos tildar de nostálgicos del pasado religioso y sus verdades de cemento armado, las personas que acudan a él no lo harán con afán de convertirse a nada, y menos aún a una forma religiosa, ya que ello supondría retroceder varias décadas atrás en sus formas de conocer y de sentir. Por consiguiente, la puerta de acceso al sufismo, en tanto que posibilidad de camino interior, forma laica de cultivo de la cualidad humana profunda, ahora y aquí, no será ya la conversión formal al islam, punto éste sobre el que volveré más tarde.

Pero es que, al mismo tiempo, dicho sufismo europeo laico puede brindar a las poblaciones europeas hijas de la inmigración musulmana la posibilidad de hallar en el seno de su propia tradición un tesoro espiritual que les ayude a cualificarse honda y profundamente como personas, viviendo al mismo tiempo al compás de los tiempos que corren. Es por eso por lo que he afirmado con anterioridad que no todo sufismo aportará lo mismo en el futuro. En este sentido, soy muy consciente de que el reto de un cierto sufismo hoy, el que a mí más pertinente me parece por el horizonte de significación espiritual hacia el que apunta, un sufismo más allá del sufismo he dado en llamarlo, es, en primer lugar, huir de cualquier visión esencialista del propio sufismo. Y es que, a la postre, también en un cierto momento del camino el sufismo nos estorbará, como les estorbó a Rûmî y tantos otros, que sin negarlo, lo trascendieron llevados por el impulso que el propio caminar generaba en ellos. En otros lugares he dejado escrito lo singular del periplo espiritual del maestro persa de Konya, que fue del islam al sufismo y de éste a lo que él mismo denominó en persa mel.lat-e ‘eshq o senda del amor.

Por consiguiente, aquel sufismo que haga pagar el peaje de la conversión al islam a quienes se acerquen a él, un sufismo que la mayoría de las veces no deja de ser sino un mero islam piadoso, ese sufismo, digo, es, a mi modo de ver, un sufismo miope o sencillamente religioso, y aquí, justamente, lo que están en cuestión son las creencias y las formas religiosas. Hoy, el asunto no es lamentarse por el hundimiento de lo religioso, sino celebrar la gran oportunidad que se nos abre ante nosotros de poder hollar la senda espiritual desde la libertad, al margen de toda sumisión, incluida la sumisión a Dios. Por eso mi aversión a traducir el término ‘islam’ como sumisión, tal como a menudo se perpetra tanto desde fuera como desde dentro del propio islam, sino como entrega libre y confiada a la divinidad [8].



Dicho sufismo religioso suele esgrimir, por lo general, una idea de Dios muy infantil y restrictiva, puesto que está demasiado ligada a una religión particular y a un área cultural determinada. Más grave aún: tal vez el problema sea incluso la utilización de la propia palabra ‘Dios’ para designar, justamente, lo que es innombrable. ‘Dios’ no puede designar a un ser sobrenatural al que se podría pedir que interviniese en nuestras vidas desde fuera. En ese sentido es interesante la reflexión del filósofo iraní Daryush Shayegan, una de las voces más lúcidas del pensamiento islámico contemporáneo: “Todos los grandes místicos de todos los tiempos han intentado evitar la trampa de una divinidad demasiado personalizada, demasiado cercana a las identidades étnicas. Han intentado, cada uno a su manera, concebir una verdad por encima de la categoría singularizada de Dios; tanto en la deidad de Eckhart, como en la esencia indiferenciada de Ibn ‘Arabí, el brahmán neutro, sin segundo, de Shankara o el tao sin forma y sin imagen de Lao Tse, el objetivo ha sido limpiar el misterio de la divinidad de las determinaciones culturales, cualesquiera que fuesen, por lo demás, su rango y su dignidad ontológica” [9].

Qué duda cabe que dicho sufismo aún religioso y atado a lo legalitario no puede compararse de ninguna manera con otras propuestas sufíes mucho más refinadas y ambiciosas espiritualmente hablando, como la de un Rûmî o un Ibn ‘Arabî, es decir la de aquellos espirituales musulmanes que aunque viviendo en el mundo de la creencia supieron burlarla y trascenderla. No cita Shayegan a su compatriota, el persa Rûmî, del cual doy dos poemas que me parecen emblemáticos de lo que es el sufismo más allá de las formas religiosas, tal como estamos tratando de concebir en estas páginas. Dice así el primero de ellos:

“Yo estaba en aquél día cuando los Nombres no existían,
ninguna señal de existencia estaba dotada de nombre.
Ante mí los Nombres y el Nombrado fueron expuestos a la vista,
el día en que “Yo” y “Nosotros” no existían.
Por una señal, la punta del rizo del Amado se convirtió en un centro de revelación,
sin embargo la punta de ese hermoso rizo no existía.
La cruz y los cristianos, de un extremo a otro, yo examiné; Él no estaba en la cruz.
Fui al templo de los ídolos, a la antigua pagoda; allí no había ninguna huella visible.
Fui a las montañas de Herat y Qandahar; miré, Él no estaba en aquel valle.
Con propósito decidido fui a la cima de la montaña Qaf;
en ese lugar sólo estaba la morada del Anqá. Giré las riendas en busca de la Ka’aba;
Él no estaba en ese lugar donde se reúnen viejos y jóvenes.
Pregunté a Ibn Sina (Avicena) por su estado; Él no estaba al alcance de Ibn Sina.
Viajé hacia el lugar de “la distancia de dos disparos de arco” (Corán 53, 8);
Él no estaba en aquella corte exaltada.
Miré dentro de mi propio corazón; ahí Le vi; Él no estaba en ningún otro sitio.
Salvo Shams de Tabriz, el alma pura, nadie estuvo nunca borracho,
embriagado y anonadado”.

Tras tal periplo más allá de las formas religiosas, no le queda al autor más que afirmar -¡curiosamente, negando!, a la manera de los vedantines indios- cuanto sigue:

“¿Qué puedo hacer?, ¡Oh musulmanes!, pues no me reconozco a mí mismo.
No soy cristiano, ni judío, ni parsi, ni musulmán.
No soy del este, ni del oeste, ni de la tierra, ni del mar (…).
Mi lugar es el no lugar, mi señal la no señal.
No tengo cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma del Amado.
He desechado la dualidad, he visto que los dos mundos son uno.
Uno busco, uno conozco, uno veo, uno llamo.
Estoy embriagado con la copa del amor, los dos mundos han desaparecido de mi vida.
No me resta sino danzar y celebrar”.

Dicho eso no quisiera dejar de citar una cuarteta también de Rûmî, mucho menos conocida que los gazales anteriores:

“Yo soy el esclavo del Corán mientras viva.
Yo soy el polvo del camino que pisa Muhammad el Escogido.
Y quien interprete mis palabras de otra manera
yo lo maldigo a él y a sus palabras”

Tal vez no supiese Rûmî hacia dónde iba, quizás podríamos decir que a la descarnadura como hombre y al encuentro con la inmensidad. En cualquier caso, lo que sí sabía muy bien es de donde procedía. El espiritual posee orígenes, por supuesto, pero no raíces que lo aten como a un árbol a la tierra. Sea como fuere, conviene subrayar que no se percibe en Rûmî ni un solo atisbo de rencor por nada ni nadie. Antes bien, hay puro reconocimiento e incluso veneración por la tradición coránica y muhammadiana, que fueron, a la postre, los detonadores de su estallido espiritual. Quien se (re)conoce a sí mismo como la nada, conocerá a su señor como el todo; y ese no está ya para nimiedades ligadas al pasado. O dicho en palabras del poeta indomusulmán Kabîr (m. 1518): “Quien se conoce a sí mismo está perdido en el uno”.



Lo dicho hasta ahora nos lleva a plantearnos una pregunta clave: ¿Cuál es la puerta de acceso al sufismo hoy? Evidentemente, en una sociedad islámica tradicional esta pregunta no tendría mucho sentido, pero sí lo tiene para nosotros, hombres y mujeres europeos de hoy. En un contexto tradicional islámico, el sufismo ha sido un vehículo para ir más allá de la propia religión formal. Afirma Seyyed Hossein Nasr, autor encuadrado en el tradicionalismo perennnialista: “Si por islam entendemos la religión revelada por el Sagrado Corán, entonces asimismo el tasawwuf que puede legítimamente practicarse debe ser el que tiene las raíces en la revelación coránica y que llamamos sufismo en la acepción general de este término. En cualquier caso, un camino esotérico válido es inseparable del marco objetivo de la revelación a que pertenece. Uno no puede practicar el esoterismo budista en el contexto de la sharî’a islámica o viceversa. Además, no se puede pretender en circunstancia alguna estar por encima de las enseñanzas esotéricas de la religión y practicar un esoterismo sin ellas y en el vacío, como tampoco puede uno plantar un árbol en medio del aire” [10].

No le falta razón al profesor Nasr cuando afirma que los árboles no crecen en el aire y que los apaños de bricolage espiritual han de ser mirados siempre bajo sospecha. Con todo, la perspectiva y, más aún, el problema de fondo son hoy, a mi modo de ver, otros. El camino espiritual no puede estar condicionado por ley religiosa alguna. El espiritual debe romper con las concepciones de la trascendencia como exterioridad, y la observancia de una ley, por muy revelada que se diga que es, implica siempre dicha exterioridad. Zambullirse en el mar de la espiritualidad no puede estar condicionado por la observancia de tradiciones en el vestir o por ciertas prohibiciones alimentarias. ¡Pero a qué absolutizar un tipo específico de alimentación si hemos visto a lo largo de la historia grandes maestros que fueron carnívoros y vegetarianos y crudívoros y todas las gamas que uno quiera y pueda imaginar! El camino espiritual, el cultivo de la cualidad humana profunda, no pasa por el cumplimiento fiel de ninguna de estas prácticas. Por eso, hollar el sufismo no debe implicar de ninguna manera el sometimiento previo a ninguna ley religiosa externa o sharî’a. El único compromiso del espiritual ha de ser con la verdad. Eso que durante tiempo hemos llamado lo sagrado está más allá del número, de la cantidad, pero también de cualquier atadura legalitaria, porque, al fin y al cabo, es la vida misma en la plenitud de sus dimensiones.

Ha de quedar claro que cuanto afirmamos no obedece a ninguna estratagema; es que no hay otro camino. El maestro indio Hazrat Inayat Jan (1927), que desembarcó en América en 1910, siendo uno de los primeros introductores del sufismo en Occidente, fue consciente desde un primer momento del sentimiento contrario al islam arraigado tras siglos en las sociedades occidentales, con lo que optó, estratégicamente, por desislamizar su sufismo, a fin de llegar mejor a su auditorio. Escribió el maestro indio en su autobiografía: “Entre las religiones existentes en el mundo el islam es la única que puede responder a la demanda de la vida occidental, pero debido a razones políticas ha existido un prejuicio contra el islam en Occidente por mucho tiempo. Además, los misioneros cristianos, sabiendo que el islam es la única religión que puede suceder a su fe, han hecho todo lo posible para inyectar prejuicios en las mentes de la gente occidental en su contra. En consecuencia, es poco probable que el islam sea aceptado en Occidente. Sin embargo, aquellos que buscan ideales religiosos tienen cierta consideración por las religiones de Oriente y aquellos que buscan la verdad muestran un deseo de investigar el pensamiento oriental” [11].



No es ese ni nuestro caso, ni tampoco nuestro problema, ni mucho menos una preocupación para nosotros ahora y aquí. El sufismo por el que abogamos, que como ya he apuntado, tal vez deberá despojarse de dicha etiqueta llegado el momento, no es una estrategia de terciopelo para mejor (re)introducir lo religioso, en este caso el islam, en un medio abiertamente hostil hacia lo islámico como el nuestro, aun reconociendo dicha animadversión y las consecuencias fatales que de ella se derivan. Ni es una especie de cataplasma que busque alargar la vida del moribundo, ni tampoco un revitalizador. Nada de eso. No nos mueve ningún interés por hacer de la humanidad una ‘umma-nidad’. Lo que aquí hay es una invitación gratuita, y por ello mismo humilde, sin más pretensión que la propia invitación a sumergirse en el océano de los grandes místicos del islam, en un sufismo libre de adherencias religiosas, destilado como en un crisol. “Eres lo que buscas”, decía Rûmî. Pues bien, eso es lo que buscamos, eso es lo que somos.


4

Al igual que el intelectual palestino Edward Saïd (1935-2003) no tengo “la más mínima paciencia ante la afirmación de que “nosotros” única o principalmente debemos ocuparnos de lo que es “nuestro”, de igual manera que tampoco la demostraré ante la idea de que sólo los árabes puedan leer textos árabes, usar métodos árabes o cosas por el estilo. Como solía decir C. L. R. James, Beethoven pertenece tanto a los habitantes de las Indias occidentales como a los alemanes, porque su música forma parte de la herencia de la humanidad” [12].

¿Acaso vale dicha reflexión para el sufismo y su mirífico corpus literario y espiritual? Si fuese así, se impondría una doble tarea: de traducción y de explicación. En primer lugar, es preciso traducir con el mayor rigor posible los textos fundamentales. El camino interior en nuestra época nos exige ir pertrechados de buenas guías y no de folletines de segunda mano. Precisamos, así pues, literatura espiritual fiable y despliegues explicativos que evoquen y provoquen. Facilitar el acceso a los textos, a su riqueza polisémica, es, en cierta forma, prevenir todo asalto salvaje a la letra, cuyas trágicas consecuencias vemos por doquier.


Con todo, habremos de evitar en todo momento el prurito del exquisitismo intelectual y aún más el del secretismo esotérico, sin pretensión reductiva alguna, asumiendo con humildad y coraje que, a fin de cuentas, traducción y traición han caminado siempre de la mano. Vivimos tiempos de mundialización y de hibridación: todo es de todos, ya nadie tiene el patrimonio exclusivo sobre nada: compartimos belleza, sabiduría y…. ¡ay! estupidez. Como hombre total de la vía, Rûmî -no sólo el, por supuesto, se trata nada más que de un ejemplo- ya no se posee a sí mismo. Pero tampoco es patrimonio de persas. Ni de musulmanes siquiera. Rûmî, como el resto de grandes de la espiritualidad, no nos es extranjero, al menos no nos debiera serlo. Ver a los grandes maestros aún así, mediatizados por categorías culturales, indica ni más ni menos no haberse zambullido del todo en su mar insondable, o haberlo hecho, sí, pero sin haberlos comprendido del todo, debido, muy posiblemente, a que no nos hemos despojado de nuestra escafandra cultural, esa que al tiempo que nos protege, nos aísla. El ser humano es un animal de profundidades. Es un ser viviente necesitado, ya lo sabemos, que también posee la cualidad de nadar mar adentro, de profundidad en profundidad. Olvidar esta segunda posibilidad nos envilece, convirtiéndonos de animales de profundidades en profundos animales.



5

Para acabar me viene a la memoria Maynun, el loco enamorado de Layla, protagonistas ambos de uno de los relatos de amor más célebres de la tradición islámica. El caso es que el joven Maynun pierde a su amada y se pasa las horas y la vida, de aquí para allá, buscándola. En cierta ocasión, un hombre le sorprende en un rincón apartado de la ciudad, arrodillado bajo un árbol (tanto da cuál), echando tierra en un cedazo. Al preguntar por lo que hace, Maynun le contesta que buscar a su amada. Y cómo vas a encontrarla ahí, le pregunta el hombre un poco contrariado. Si quiero encontrarla un día en algún lugar, respondió Maynun, tengo que buscarla por todos los lados.
Pues eso, ahí andamos escarbando agujeros y removiendo tierra en busca de la Layla de nuestro sufismo más allá de las formas religiosas, con la salvedad de que nosotros, a diferencia de Maynun, tenemos dónde buscar: en el depósito de las grandes tradiciones religiosas y de sabiduría, en este caso el islam espiritual.

Notas:
[1] Sobre la pluralidad del sufismo, véase Halil Bárcena, El sufisme, Barcelona: Fragmenta, 2008
[2] Citado en Emilio Galindo, La experiencia del fuego. Itinerario de los sufíes hacia Dios por los textos, Madrid: Darek-Nyumba, 2002, p. 79
[3] Pensar que la crisis de lo religioso no es un fenómeno global y que afecta únicamente al cristianismo occidental, mientras que el islam está a resguardo de los estragos que producen las nuevas sociedades de innovación y conocimiento en las religiones, es muy discutible. De ahí que se nos haga difícil compartir las opiniones de la arabista María Jesús Rubiera cuando afirma: “El islam como religión goza de excelente salud y la prueba es que no haya descendido el número creyentes y de nuevos conversos en los últimos años, ni siquiera tras los acontecimientos del 11 de septiembre. La decadencia política, económica, social o tecnológica que se puede encontrar en algunos países del mundo oficialmente musulmán lleva a pensar a algunos que el islam está en decadencia, pero esto es tan absurdo como atribuir al cristianismo la crisis económica de Argentina porque, según su constitución, su presidente ha de ser cristiano”, “Una falsa dicotomía: civilización occidental y civilización islámica” en “¿Hacia dónde va el Islam?”, La Vanguardia dossier, nº 1, abril-junio, 2002, p. 26
[4] Cfr. Mikel de Epalza (coord.), L’islam d’avui, de demà i de sempre (El islam de hoy, de mañana y de siempre), Barcelona: Proa, 1994
[5] El título de su última obra es explícita por lo que hace al horizonte que persigue su pensamiento. Cfr. Marià Corbí, Hacia una espiritualidad laica. Sin creencias, sin religiones, sin dioses, Barcelona: Herder, 2007
[6] Sobre los distingos entre religión y espiritualidad, véase José María Vigil, “La coyuntura actual de la espiritualidad”, Éxodo nº 88, abril 2007, pp. 4-11
[7] Citado en Hazrat Azad Rasool, Turning Toward the Herat, Louisville: Fons Vitae, 2002, p. 53
[8] Véase al respecto mi trabajo “Islam. Entrega confiada a la divinitat”, Dialogal nº 5, primavera 2003, pp. 18-23
[9] Daryush Shayegan, La luz viene de Occidente, Barcelona: Tusquets, 2007, pp. 311-312
[10] Seyyed Hossein Nasr, Sufismo vivo. Ensayos sobre la dimensión esotérica del Islam, Barcelona: Herder, 1985, p. 17
[11] Biography of Pir-o-Murshid Inayat Khan, Londres: East-West Publications, 1979, pp. 221-222
[12] Edward W. Saïd, Cultura e imperialismo, Barcelona: Anagrama, 1996, p. 453


(Ponencia presentada en los quintos "Encuentros de Can Bordoi", organizados por el Centre d'Estudi de les Tradicions Religioses de Barcelona (CETR), celebrados entre los días 8 y 12 de julio de 2008, en la Torre de Can Bordoi, Llinars del Vallés, Barcelona)

Lecturas recomendadas

  • Abbas Kiarostami, Compañero del viento (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2006).
  • José Antonio Antón Pacheco, Intersignos. Aspectos de Louis Massignon y Henry Corbin (Athenaica, 2015).
  • Khalili, Una asamblea de polillas (Mandala, 2012).
  • Masood Khalili, Los susurros de la guerra (Alianza, 2016).
  • Olga Fajardo (ed.), La experiencia contemplativa. En la mística, la filosofía y el arte (Kairós, 2017).
  • Seyed Ghahreman Safavi, Rumi's Spiritual Shi'ism (London Academy of Iranian Studies, 2008).
  • Shams de Tabriz, La quête du Joyau. Paroles inouïes de Shams, maître de Jalâl al-din Rûmi. Trad. Charles-Henry de Fouchécour (CERF, 2017).
  • Tom Cheetham, El mundo como icono. Henry Corbin ya la función angélica de los seres, (Atalanta, 2018).

¡Ah... min al-'Eshq!

"A nosotros que, sin copa ni vino,
estamos contentos.
A nosotros que, despreciados o alabados,
estamos contentos.
A nosotros nos preguntan: “¿En qué acabaréis?”.
A nosotros que, sin acabar en nada,
estamos contentos"

Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī

¡... del movimiento a la quietud!

... de la palabra al silencio !!!

"Queda mucho por decir,
pero será Él quien te lo diga
para que lo entiendas, no yo"

Mawlânâ Yalâl al-Dîn Rûmî (m. 1273)