Halil Bárcena, "Perlas sufíes. Saber y sabor de Mawlânâ Rûmî" (Herder, 2015).

«Es verdad que jamás un amante busca a su amado sin haber sido buscado antes por éste» (Mawlânâ Rûmî, Maznawî III, 4393. Traducción: Halil Bárcena).

¡... Eyval·lah ...!

AVISO PARA NAVEGANTES

Amigas y amigos, salâms:

Bienvenidos al blog del "Institut d'Estudis Sufís" de Barcelona (Catalunya - España), un centro catalán e independiente, dedicado al estudio de la obra del sabio sufí Mawlânâ Rûmî (1207-1273) y el cultivo del sufismo mevleví por él inspirado, en nuestro ámbito cultural.

Aquí hallarán información puntual acerca de las actividades públicas (¡... las privadas son privadas!) que periódicamente realiza nuestro instituto. Dichas actividades públicas están abiertas a todo el mundo, ya que nadie ha encendido una luz para ocultarla bajo la cama, pero se reserva siempre el derecho de admisión, porque las perlas no están hechas para los cerdos.

Así mismo, hallarán en el blog diferentes textos y propuestas relacionados con el islam, el sufismo y la sabiduría tradicional. Es importante saber que nuestra propuesta sufí está enraizada en la sabiduría coránica y la
sunna muhammadiana, porque el sufismo es el corazón del islam, pero el islam es el corazón del sufismo.

El blog está pensado como una herramienta de trabajo para todos aquéllos que tienen un sincero interés por Mawlânâ Rûmî, en particular, y la senda del sufismo islámico, en general. Por ello, sus contenidos se renuevan puntualmente. Si se suscriben al blog podrán recibir información puntual sobre todas las novedades que se produzcan.

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Halil Bárcena

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lunes, 30 de junio de 2008

Del verdadero guía


"No existe nadie que muestre la vía hacia Dios sino Dios mismo. Ningún ser creado es capaz de conducir a nadie hacia Él"


Dâtâ Ganj Bajsh Hujwîrî (m. 1077)







Comentario:

La presencia del maestro sufí puede desencadenar por sí sola el interés por un camino interior que, siendo sinceros, no se puede enseñar sino como mucho contagiar. Así, el maestro no enseña, y menos aún adoctrina, sino que contagia. Hay cosas que, pese a conocerlas por haberlas vivido en propia carne, el maestro no las puede enseñar, siendo la propia persona quien puede (y ha de) descubrir por sí misma. Por eso, el derviche es plenamente consciente de que, a fin de cuentas, quien en verdad guía en la senda es el misterio del propio camino, eso que simbólicamente ha sido designado con el nombre de Dios. No es, pues, el maestro quien guía en la senda sino Dios mismo, que habla desde dentro de uno como si de una voz interior se tratara. La más noble tarea del maestro sufí es, por consiguiente, despertar en el caminante la capacidad de oír dicha voz interior, sutil como un trino y leve como el susurro chispeante del agua, que desde el corazón vaciado conduce e ilumina. Halil Bárcena

De las tabernas


"Nadie sino el borracho
conoce el secreto de las tabernas"


Fajr al-Dîn 'Iraqî (m. 1289)







Comentario:

El sufismo es un saber, ma'arifa, y un sabor, dhawq. El sufismo no reside en forma de libro en los anaqueles de una biblioteca, sino en el corazón hecho añicos de los derviches, esos borrachos impenitentes de las tabernas. Sólo quien frecuenta dichos lugares sabe del vino y sus consecuencias devastadoras. Amante de la ambigüedad verbal, el poeta sufí se complace constantemente en el equívoco y el doble sentido. Se entrega sin escatimo al juego lingüístico de las ambivalencias fonéticas y semánticas, tejiendo toda una maraña de sonoridades y matices musicales que imanta y embelesa. Los vates sufíes sienten una especial predilección por todo tipo de piruetas léxicas y juegos de palabras que contribuyan a romper los automatismos mentales. Así, la palabra jarabat quiere decir 'taberna', pero también 'lugar en ruinas'; y según el antiguo simbolismo poético persa, en los lugares en ruinas es donde se hallan los verdaderos tesoros. Por lo tanto, la taberna es para el derviche el lugar donde se sirve el vino del amor que hace ruinas de los corazones, donde salen a la luz los tesoros que el yo ocultaba tras de sí. De eso es de lo que en verdad sabe el verdadero derviche, ese es su secreto y de él da cuenta en su decir. El resto es hablar por hablar y... ¡dolor de cabeza! Así, no le vayas a preguntar por el secreto de las tabernas al frío y cuerdo académico de verbo huero, ni tampoco al religioso abstemio, sino a quien le brillen los ojos de tanto beber y beber, beber y... ¡vivir! Halil Bárcena

domingo, 29 de junio de 2008

No ser nada


"No ser nada es la condición necesaria para ser"

Mawlânâ Rûmî (m. 1273)






Comentario:

Nada más que nada. Eso es lo que el derviche persigue ser y a eso es a lo que invita con su ejemplo. No a un irenismo tontorrón, ni a un ecumenismo del tipo: "todo es lo mismo", sino a la experiencia del fuego del amor, ese que todo lo arrasa y puede, que no deja a su paso más que nada. La radical metanoia del derviche es triunfo y liberación de toda forma y pertenencia. Ni cristiano, ni judío, ni parsi, ni budista, ni hindú... ni musulmán. Insisto: ¡ni tampoco musulmán! No es nada el derviche, para poder serlo todo, y todo a la vez. El derviche no es un convertido a ninguna etiqueta formal, no pertenece a ninguna adscripción sociológica, ni llama a nadie a la conversión en nada. Al contrario, invita a trascenderlo todo y, en algunos casos puntuales incluso, a abandonarlo sin paliativos. Pero hay más aún: ni es nada el derviche ni tampoco posee de dónde. No es del norte ni del sur, ni del este ni del oeste. El derviche procede del na-kojâ-abâd, "el país del no-donde", una geografía en la que el dedo índice no puede indicar ya la ruta, como dijera Suhrawardî Maqtûl (m. 1191). El derviche tiene orígenes, pero, a diferencia de los árboles, no tiene raíces. Ahí radica su libertad. No nacimos en tal o cual sitio, sino que la vida nos nació por azar. ¿A qué hacer, pues, un motivo de orgullo del hecho fortuito de ser de aquí o de allá? Halil Bárcena

miércoles, 25 de junio de 2008

Del maestro de la vía


"No viajes en solitario por la vía"


Mawlâna Rûmî (m. 1273)






Comentario:

A no ser que seas un insconsciente, un temerario o un arrogante, busca la guía y el consejo de quienes te han precedido en la senda interior. Son tantos los peligros que te asaltarán a cada etapa del camino que es casi imposible que puedas sortearlos por ti mismo. Un maestro no es un bastón en el que apoyarse, sino alguien que posee un gran sentido de la orientación y que es capaz, por consiguiente, de señalar con su dedo, a lo lejos, la montaña a la que se ha de ascender. El maestro, el pîr o viejo, según lo llaman cariñosamente los derviches, no es un bastón al que asirse, insisto, sino un dedo que apunta y... ¡nada más! Lo cual quiere decir que nadie caminará en la senda por nadie. Siempre se camina solo, aunque no en solitario. La palabra del maestro sufí puede, a veces, incomodar. Y es que el maestro habla para quien esté dispuesto a escucharle, pero sabiendo que no siempre dirá lo que uno desea oír. Con todo, el maestro es alguien del que uno se puede fiar. Primero de todo, porque habla desde lo único que posee: sus cicatrices y heridas, las cuales indican que no es un cobarde ni un apocado, y que ha pagado un alto precio en sangre por transitar libremente la senda del camino interior. En segundo lugar, porque al ser libre ni nos necesita ni nos quiere para nada, por lo que su decir es absolutamente gratuito y desinteresado. El maestro sufí no persigue convencernos de nada ni convertirnos a nada. Tampoco es un ladrón de afectos que nos exija sometimiento y una entrega total a su persona. El único compromiso del derviche es con la verdad, no con nada ni nadie. Así, el maestro sufí no nos pedirá jamás que saltemos al vacío sin antes advertirnos que no vendrá una corte de ángeles celestiales a recogernos a media caída, sino que indefectiblemente nos partiremos la sesera en dos. Halil Bárcena

Más allá de la religión



"El hombre de Dios está más allá de la religión"


Mawlânâ Rûmî (m. 1273)






Comentario:

El derviche no está en contra de la religión. ¿Por qué habría de estarlo? De hecho, no está en contra de nada más que de la injusticia y la hipocresía, de la ignorancia y la mentira. Lo que el derviche está es más allá, mucho más allá de la religión, entendida ésta como un sistema de creencias prefijado al que adherirse. No hay en la senda sufí conceptos, doctrinas o dogmas religiosos a los que el derviche deba rendir ni su corazón ni su mente. Ni siquiera a Dios debe someterse, puesto que no es más que un símbolo que da cuenta del misterio. El camino sufí consiste, justamente, en liberarse de los obstáculos que la cultura y la religión imponen a la visión libre de las cosas, y no en sumisiones de ningún tipo. Ver el mundo tal como es. He ahí la tarea del derviche. Halil Bárcena

Del amor cierto


"Todo el mundo sabe que el amor es el poder supremo que une al ser humano con lo divino, pero nadie que no esté libre de la tiranía de su ego es capaz de amar"

Yûsuf Hamadânî (m. 1140)





Comentario:

Sin desegocentración, esto es, sin el silenciamiento previo del yo fenoménico y contingente, eso que los sufíes denominan al-nafs al-ammâra, no hay amor cierto, que es entrega libre e incondicional, universal y desinteresada. Todo cuanto se realiza desde los dominios del ego, retorna a él una vez más reforzándolo. El ego no mira más allá de sí, siempre piensa en él, de una u otra manera. Así, no hay camino interior posible si uno toma como guía de sus pasos los propios sentimientos y emociones, ya que éstos obedecen a los intereses egoístas del yo. Ni los más nobles sentimientos escapan a la tiranía de la nafs. De hecho, los sentimientos y emociones constituyen una suerte de palacio ficticio en el que vivimos recluidos por el yo. ¡Un palacio que es en realidad prisión! De ahí que la condición indispensable del amor verdadero sea, afirman los derviches, haber muerto a uno mismo. La madurez en el camino sufí consiste, justamente, en saber discernir entre mis sentimientos, superficiales y fugaces, y un sentir mucho más hondo y sutil que me arranca de mí mismo y me pone en sintonía con el existir de todas las cosas. Halil Bárcena


jueves, 19 de junio de 2008

De la aflicción


“El sufismo es encontrar alegría en el corazón cuando llega el momento de la aflicción”


Mawlânâ Rûmî (m. 1273)




Comentario:

Evidentemente, no se trata aquí de un asunto de meteorología del estilo: “Al mal tiempo, buena cara”. En modo alguno se nos está sugiriendo que adoptemos una actitud resignada ante la adversidad y el infortunio. Lo que se apunta aquí va mucho más allá de todo eso. Se nos está insinuando que el verdadero derviche se mide ante tres retos cruciales: la enfermedad, la vejez y la muerte, puesto que esos son, al fin y al cabo, los momentos reales de aflicción en la vida de todo ser humano. ¿Y el resto? Lo demás es considerarse demasiado a sí mismo y eso, ya lo decía el propio maestro persa de Konya, es un puro veneno. Sólo quien es capaz de mirar la enfermedad, la vejez, eso es, el paso inexorable del tiempo, y la muerte con paz interior merece ser llamado derviche. Halil Bárcena

Del pensamiento


"¡Oh amigo!, eres por entero pensamiento, porque el resto de ti no es más que huesos y músculos. Si tu pensamiento es una rosa, todo tú eres un ramillete de rosas; pero si es una espina, eres para la combustión"


Mawlânâ Rûmî (m. 1273)




Comentario:

Todo el ser del derviche es conocer y tiende al conocimiento. Quien se adentra en la senda sufí conoce con todo su ser, desde la mente al sentir profundo, que nada tiene que ver con el sentimentalismo epidérmico. Nuestro destino en tanto que seres humanos es conocer. Y gracias al conocimiento podemos ir más allá de los límites egoístas que nos aprisionan y empequeñecen. Vivir es conocer; y conocer, comprender. Nuestro obrar -toda la condición humana, de hecho- depende de lo que emana de nuestra mente, sea en la dirección que sea, rosa o espina. El pensamiento es, a la postre, el que rige y dirige nuestros destinos. Halil Bárcena

De la intención


"Lo esencial es la intención;
el resto no es más que dolor de cabeza"


Mawlânâ Rûmî (m. 1273)





Comentario:

Afirma un hadiz atribuido al profeta Muhammad que todo acto se mide por su intención o niyya. La intención vale por todo. Y el resto son, ya se sabe, ¡dolores de cabeza! Poco importan los resultados que se obtengan. El derviche no vive preocupado por los logros de sus acciones, sino por la intencionalidad de éstas. No son los frutos lo que le roban el sueño, sino las semillas. Sin éstas no hay fruto alguno que valga. El derviche, como el buen arquero, es aquél que ha sabido renunciar al deseo de dar en el blanco, aunque hete aquí que siempre acierta. La intención consiste en reunir y orientar de forma activa todas las potencias humanas, en una sola dirección, lo cual genera un depósito de fuerza interior semejante a una luz que todo lo penetra. Halil Bárcena

El universo como libro


"Sólo los que tienen los ojos abiertos pueden ver que el universo es el libro de la verdad más alta"


Mawlâna Rûmî (m. 1273)




Comentario:

Las realidades de este mundo, todas las criaturas, anuncian el abismo insondable y hasta indecible de otra dimensión del ser. Un secreto sutil aflora en cada movimiento del mundo, en cada sonido, en cada color, en cada perfume. El derviche, quien ha acallado el estruendo interior de la necesidad, es capaz de comprender el lenguaje del mundo: el de los pájaros que silban, el del agua que corre, el del trueno que ruge, el suspiro de los amantes, el quejido del enfermo, el grito del joven, el hablar pausado del anciano. El universo entero es un texto abierto, Corán de signos que muestran el misterio de lo que es. Todo el mundo es un sentir, pura presencia, frágil y sutil, de Él. Y eso es cuanto hay que conocer. Y para eso es para lo que hay que tener los ojos abiertos, sabiendo que el derviche oye y ve con el ojo y el oído del corazón incendiado. Halil Bárcena

miércoles, 18 de junio de 2008

Del conocimiento justo


"Si no actúas de acuerdo al conocimiento que ya posees, ¿... por qué pretendes conocer más?"

Ibrahim Ibn Adham (m. 777)





Comentario:

Recorrer el camino sufí no es quemar etapas sin más (entre otras cosas porque no se ha de ir a ninguna parte), sino despertar a lo que en realidad se es, y ver. El sufismo corre paralelo al proceso natural de maduración de toda persona. Hollar la senda sufí nada tiene que ver con la práctica desnortada de técnicas y métodos, cuanto más exóticos mejor, en búsqueda compulsiva de estados especiales de consciencia o experiencias extáticas. Quien así opere está llamado al fracaso más rotundo; habitará siempre en los límites del sufrimiento. Ser un derviche implica la comprensión de que en el camino no hay nada que hacer. Tampoco consiste la senda sufí en acumular saberes que uno es incapaz de asimilar. El sufismo no es para hacer bonito, puesto que no mira hacia fuera sino hacia la más honda hondura de nuestro ser. Los derviches no son acaparadores -ni menos aún expendidores- de información, sino iniciadores en la senda del conocimiento que libera y el amor incondicional por todo. La senda sufí, como cualquier otro viaje, requiere ir ligero de equipaje, con lo justo. Y nada resulta tan pesado como el saber inútil, radicalmente superfluo, que no sirve para nada, ese que, eso sí, le permite a uno convertirse en un necio erudito de gran postín, carente de oído musical para la espiritualidad profunda. Halil Bárcena

jueves, 12 de junio de 2008

Saber ver



"El mundo entero es Él,
¿pero dónde está quien sepa ver?"


Mawlânâ Rûmî (m. 1273)








Comentario:

Para quien sabe ver, todo es Él, según la expresión derviche. Las realidades hablan cuando yo callo. Mientras vivo inmerso en la cacofonía de mi ruido interior, lo de fuera no es más que el espacio en el que resuena el eco amplificado de mis deseos y temores, mis expectativas y necesidades. Veo sólo lo que mi patrón interpretativo me permite ver, esto es, muy poco, a penas nada. Sin embargo, ahí delante hay una inmensidad de sentido. Percibirla no depende más que de la calidad de la mirada. A ojos sufíes, saber ver es la cuestión. Para quien sabe ver, todo cuanto hay se convierte en símbolo que habla del otro mundo, el de la pura sutilidad que se anuncia tras lo múltiple y formal. Quien sabe ver alcanza a comprender y sentir la naturaleza primordial de las cosas, o lo que es lo mismo, la realidad real. Sin embargo, pocos son los que se dan cuenta de todo ello. Hay quien mira y no ve. Son la mayoría. Hay quien mira, no ve y cree ver. Estos son bastantes: ciegos conduciendo a ciegos. Pero, hay quien mira, desde el silencio más radical de sí mismo, y ve. Estos son los menos, pero gracias a ellos se sostiene el mundo. Halil Bárcena

miércoles, 11 de junio de 2008

Mirar en silencio


"Venid al jardín y admirad este manto de verdor.
Mirad, cada rincón se parece al puesto del florista.
Las rosas les sonríen a los ruiseñores y les dicen:
"Callad, y mirad en silencio"

Mawlâna Rûmî (m. 1273)





Comentario:

Todo cuanto se despliega ante nuestros ojos, de la minúscula orquídea de colores cimbreantes al almendro en flor, de la encina de formas retorcidas por el paso del tiempo a la piedra habitada de líquenes que yace silente en un recodo del camino, todo es pura gratuidad pura. Es preciso perderse en la naturaleza, salir de nosotros mismos y nuestro cansino runrún mental para mirar eso que está ahí sin otro propósito que estar. La mirada del derviche, como la del artista, no es interpretativa ni tampoco explicativa. Mira sin mirar, no queriendo atrapar una realidad de por sí inaferrable. Mirar desde la distancia de los propios patrones interpretativos, mirar desde el silencio del yo, ya no es mirar sino admirar cuanto hay, cuanto es y está. Al igual que el inquieto ruiseñor que es mirado por la rosa, el derviche no mira ya, sino que se deja mirar. Es preciso callar el yo para mirar y oír la belleza que ante nosotros se despliega sutil, que sólo desde el silencio habla. Porque vemos las cosas tal como somos y no tal como en sí mismas son. Halil Bárcena

Del justo obrar


"Si piensas que obtendrás el éxito
sin esfuerzo, eres un iluso.
Y si piensas que lo obtendrás esforzándote
voluntariosamente, eres un arrogante"

'Alí Ibn Abí Tâlib (m. 661)






Comentario:

Dicen los derviches que a Dios no se le encuentra buscándolo... ¡aunque quien no lo busca no lo halla jamás! Esa es la gran paradoja de la senda sufí, la sutilidad de su obrar, la finura de sus métodos y procedimientos. Y es que al fin y al cabo el camino sufí es un no-camino. El hombre común se halla atrapadao entre las categorías del iluso y del arrogante: o bien se abandona o bien pelea denodadamente en la creencia de que él es el primero y último hacedor de las cosas. El obrar en la senda sufí responde a otros parámetros. El derviche sabe que toda búsqueda con objetivo es una proyección del ego. Por lo tanto, no camina impulsado por sus sentimientos, incluso aquéllos que pudieran parecer más nobles y elevados, como el de la búsqueda esforzada de Dios, sabedor de que la tarea a realizar es más tenue que el mero esforzarse. Quien pretenda avanzar en la senda siguiendo sus deseos y sentimientos irá de fracaso en fracaso, no cosechará más que frustración tras frustración. La senda sufí transita por parajes insospechados, jamás antes vistos, por eso es secreta y desconocida, y no por ninguna veleidad ocultista. El derviche se deja hacer. Allí donde se halla en cada etapa del camino no se ha conducido él mismo. Halil Bárcena

martes, 10 de junio de 2008

Un camino sin absurdos


"No creas un absurdo cuando
se lo oigas decir a alguien"

Mawlâna Rûmî (m. 1273)




Comentario:

La razón no debe destruir la fe, entendida como confianza profunda, pero, al mismo tiempo, la fe no puede ser repugnante a la razón. Lo espiritual, el camino interior, se despliega sobre una fina y sutil línea que anda a caballo entre la sublimidad de la mística y la irracionalidad de la locura. Que el sufismo utilice sin escatimo la paradoja y el doble sentido, que se recree en el equívoco y la anfibología, que conduzca a nuestra razón a los límites de sí misma, al finisterre de la comprensión, adentrándose con inusitada intrepidez en las aguas siempre pantanosas de la disemia, en modo alguno significa que sea una vía del absurdo, extravagante y estrafalaria. Nadie más cuerdo que el derviche, que no es ningún iluso y menos aún un vendedor de fantasías. El corazón del derviche vuela, tras haber vivido hasta el vértigo las fulgurantes paradojas de la propia senda recorrida, pero sus pies esán bien plantados en el suelo. Jamás claudica el derviche de su sentido crítico, para convertirse en alguien extasiadamente ingenuo, como algunos creen. Para nada. "Reza, pero antes ata tu camello", aconsejaba el profeta Muhammad en un conocido hadiz, caro a la tradición sufí. Lo que al derviche realmente le interesa y preocupa es el más aquí, el ahora palpitante en el que se expresa la vida, no el más allá. Lo que le acucia realmente no es lo sobrenatural, sino lo natural. No es el derviche, por tanto, un perseguidor de rarezas, ni alguien que desee huir de la racionalidad anémica que impone nuestra cultura. Y es que lo extraordinario, el milagro, no es que el sol pudiese salir un día por el norte o el sur, sino que cada día lo haga por el mismo lugar. Pero, la gente, ¡ay!, ya lo decía ese sabio idiota llamado Nasreddín, lo que en verdad desea es... ¡ver un burro volando! Halil Bárcena

De los primeros pasos


"Quien brilla en sus principios
resplandece en sus finales"

Ibn 'Atâ Al·lâh al-Iskandarî (m. 1309)





Comentario:

Dar los primeros pasos en el camino sufí exige haber colocado adecuadamente el eje de coordenadas. De otro modo, el fracaso está garantizado. Situar de forma correcta el eje de coordenadas comporta entender la naturaleza y el alcance del propio camino y hacia dónde se dirige. Ello implica, al mismo tiempo, una correcta actitud a la hora de emprender los diferentes procedimientos y prácticas de silenciamiento interior. En cierto modo, el eje de coordenadas coincide con un cierto conocimiento teórico, teniendo en cuenta que el significado primigenio de la palabra griega theoria es "visión". El eje de coordenadas es por tanto una visión de la montaña a la que se ha de ascender, mientras que el sufismo operativo es la ascensión en sí misma. Sin el eje de coordenadas bien colocado, el caminante corre el peligro de extraviarse. El viento sólo es favorable si el timón está bien cogido y las velas tensadas. Por consiguiente, es bueno saber de entrada que el trabajo sufí no es de orden terapéutico: no hay nada que curar; de hecho al trabajo se llega ya mínimamente curado. No pertenece a la categoría del ocio inteligente, ni al del crecimiento personal, ni a la auto-ayuda. En el sufismo se investiga e indaga el interés (desinteresado) por todo, el distanciamiento y el silenciamiento interior, como elementos básicos para el cultivo de la calidad humana profunda y de la espiritualidad. Halil Bárcena

Todo es memoria


"No se comienza por aprender,
sino por recordar"

Ismail Hakki Bursaví (m. 1137)




Comentario:

Todo en el sufismo es memoria, recuerdo, dhikr. El derviche no progresa, sino que regresa. Cumple así el imperativo pindárico de ser lo que ya se es. El camino sufí, así pues, no consiste en ir más allá, sino en volver al aquí de nuestra más honda hondura. El derviche éstá en perpetuo re-cuerdo, es decir, retornando al centro cordial de su corazón. No resulta casual, por ello, que en árabe "hombre" ("nâs") y "amnesia" ("nisyân") posean una raíz gramatical muy cercana, casi idéntica. El hombre común es, por definición, un ser olvidadizo, amnésico, desmemoriado, mientras que el derviche es un hombre de recuerdo. De ahí, también, que el conocimiento sufí sea en el fondo un re-conocimiento. El derviche no conoce sino que (se) reconoce. La memoria del derviche es triple: primero de todo, de su origen, del hombre y de su abismo y, finalmente, de la irremplazable exigencia del retorno. Halil Bárcena

miércoles, 4 de junio de 2008

Ibn 'Arabí, viaje y visión


Viatge i experiència visionària
en el sufisme d’Ibn ‘Arabí




Halil Bárcena






Abu Bakr Muhàmmad Muhyi-d-Din Ibn ‘Arabí, conegut com Al-Shaykh al-Akbar, és a dir, “el més gran mestre”, constitueix un referent major de l’espiritualitat islàmica. En efecte, Ibn ‘Arabí és considerat el més eminent i penetrant intèrpret de la doctrina metafísica del tasawwuf o sufisme, terme amb què es designa la dimensió interior o esotèrica de l’islam. Ibn ‘Arabí, el Doctor Maximus dels llatins, és el mestre sense escola formal autònoma que impregna, però, totes les escoles i corrents místics islàmics. La biografia d’Ibn ‘Arabí, el seu itinerari vital i espiritual, respon, amb lleus matisos, a un esquema paradigmàtic comú a tota experiència mística universal; un esquema que conté quatre instants decisius:

a) la conversió, que determina per la seva radicalitat transformadora l’inici d’una vita nova
b) l’estudi i formació, una etapa marcada pel rigor del treball interior i els constants viatges, a través de dar al-islam, a l’encontre dels més reputats savis i mestres de l’època, alguns, però, trobats en el món imaginal, no pas físicament, com ara el gran Abû Madyan
c) la unio mystica, que ve a ser la culminació del periple espiritual
d) l’ensenyament i predicació, és a dir, el temps de compartir amb els altres allò que s’ha vist i gaudit. Al cap i a la fi, estar amb Déu és estar amb els homes.








Nascut a Múrcia, l’any 1165, en el si d’una família d’eximi llinatge àrab, noble, culta, rica i profundament religiosa, Ibn ‘Arabí s’encaminà vers la recerca del sofre vermell, o el que és el mateix, vers la via sufí de realització espiritual, sent encara un jove imberbe, després d’haver viscut una precoç i sobtada experiència de conversió, un dia, a la mesquita major de Còrdova, ciutat de sublims contemplacions, mentre esguarda extasiat com el príncep sobirà, l’home més poderós del país, acomplia la seva pregària davant Déu amb total humilitat. Des d’un bon començament, el peregrinatge espiritual d’Ibn ‘Arabí estigué caracteritzat per fets sorprenentment extraordinaris, com ara aquell intrigant episodi visionari en què, segons el testimoni del propi autor, se li aparegueren en un somni Moisès, Jesús i el propi profeta Muhàmmad; un somni principial, com molt bé ha sabut veure Claude Addas: “Aquest encontre de manera subtil amb els representants de les tradicions majors del monoteísme, que prefigura la dimensió universal de l’ensenyament akbarià, marca doncs el punt zero del que apareix veritablement com el compromís espiritual d’Ibn ‘Arabí”.









No és aquest ni el lloc ni el moment de referir-nos a la singular relació que Ibn ‘Arabí mantingué al llarg de la seva vida amb Jesús. Per tant, que serveixin aquestes breus paraules a tall d’exemple de la veneració que el místic murcià sentí pel fill de Maria, així com del paper cabdal que aquest ocupa en el conjunt de l’hagiologia akbariana: “Ell, Jesús, és el meu primer mestre en la via; és entre les seves mans que jo m’he convertit. Ell vetlla per mi a tot hora i no m’abandona ni un sols instant” .

Cenyim-nos, així doncs, al nostre tema. Després de la seva conversió que, strictu sensu, no és sinó un retorn o rujû’, un retrobament del que ja se és, Ibn ‘Arabí iniciarà una odissea que es perllongarà al llarg de gairebé de trenta anys, en què duu a terme nombrosos viatges, tant per la península com pel nord d’Àfrica, a l’encalç d’un coneixement que dongui explicació a tot allò que ha tingut lloc en el més pregon del seu ésser. Fruït d’aquest infatigable errar pel camí que condueix vers el diví o tarîq, serà l’encontre amb els representants més il.lustres del sufisme andalusí i magrebí d’aleshores, com ara la nonagenària Muna Fàtima de Sevilla, de qui el propi Ibn ‘Arabí escriví que era “molt gran la seva influència espiritual”. Molt s’ha destacat la trobada d’Ibn ‘Arabí, un jovencell llavors, encara que tocat per la inspiració celestial, mantingué, a la ciutat de Córdova, amb l’insigne filòsof i jurista andalusí Ibn Rushd, l’Averrois dels llatins, qui quedà bocabadat davant del desplegament de saber del jove murcià; un saber emanat no tant de l’especulació racional sinó de la intuïció i el desvetllament espirituals.


Malgrat aquests encontres, però, el cert és que Ibn ‘Arabí ha de ser considerat un uwaysí, un home de Déu sense arbre genealògic regular. Els sants d’aquesta categoria no reben l’influx espiritual físicament, d’un mestre personal, sinó d’un savi del passat, ja mort, o fins i tot d’un profeta. Són els uwaysí els deixebles d’Al-Khadir, el guia invisible que, segons l’enigmàtic relat alcorànic, acompanya a Moises en el seu errar . Aquell mestre que, des de l’ocultació, acompleix la seva tasca iniciàtica en els cors dels escollits. Als trenta-vuit anys, Ibn ‘Arabí marxà vers l’Orient per no tornar mai més enrere. A l’igual que el seu viatge interior, el vertical, tampoc l’horitzontal, és a dir, el geogràfic, tindrà retorn. Així doncs, l’any 1202, trobem al nostre home a la ciutat santa de La Meca, mare de totes les ciutats, on gaudirà de múltiples i poderoses experiències visionàries, com la que tingué lloc, en certa oportunitat, mentre acomplia les set voltes rituals a la negra ka’aba cúbica, veritable cor de l’univers, centre immòbil de l’espiritualitat islàmica. En definitiva, a La Meca, fontana de l’Islam, és on Ibn ‘Arabí gaudirà de la unió mística, com no podia ser d’una altra manera. Unió mística que en ell es concreta en la seva pròpia investidura en tant que segell de la santedat muhammadiana. Fruït d’aquesta experiència unitiva, justament, neixeran les Futuhat al-Makkiyya, Les iluminacions de La Meca, veritable summa mystica de la que es nodrirà tota l’espiritualitat islàmica posterior.





Seguint la recomanació d’un hadiz profètic, Al-Shaykh al-Akbar acabarà per assentar-se per sempre més a la ciutat de Damasc, on es lliurarà en cos i ànima a l’escriptura i l’ensenyament. Ibn ‘Arabí morí a la capital síria, l’any 1240, deixant darrera seu un vast llegat literari de més de quatre-centes obres escrites i un grapat de deixebles de primer ordre intel•lectual i espiritual. I és que l’ambiciós propòsit del místic murcià no fou altre que reunir en una sola visió tots i cadascun dels diferents aspectes de l’Islam. Tanmateix, la seva tasca no es redueix a un simple enciclopedisme. Fent honor al seu propi nom, Muhiy-i-d-Din, “el vivificador de la religió”, Ibn ‘Arabí revitalitzarà, amb el seu geni, tot el llegat sapiencial de l’Islam, fins al punt que en l’Islam espiritual hi ha un abans i un després d’ell. Molt d’hora, certament, el nostre autor se sent investit, per mandat diví, d’una missió extraordinària que, d’altra banda, no té cap mena de rubor a proclamar. En tot moment és conscient del rol axial que té dins de la santedat muhammadiana. Així com el Profeta de l’Islam és, segons la tradició islàmica, el segell de la profecia, és a dir, la síntesi de tots els profetes precedents, Ibn ‘Arabí se sap el darrer hereu de la santedat muhammadiana, per tant qui ha rebut la totalitat de les ciències profètiques revelades amb anterioritat. Afirma el mestre andalusí: “Jo sóc l’Alcorà”.


En qualsevol cas, a nosaltres el que ens interessa subratllar d’Ibn ‘Arabí ara i aquí és que si bé no és l’únic sí és el més audaç expositor de la imaginació creadora, segons la feliç expressió encunyada per Henry Corbin, és a dir, la facultat imaginal que opera en l’anomenat mundus imaginalis, l’espai intermedi, barzâj en àrab, on té lloc la reunió dels contraris, allí on el cos s’espiritualitza i simultàniament l’esperit es corporalitza; l’espai subtil en què és possible l’experiència visionària. Sosté l’islamòleg Miguel Cruz Hernández: “la relativa novetat d’Ibn ‘Arabí és representada per l’intermediari (barzaj)”.








Viatge i visió en Ibn ‘Arabí


Ibn ‘Arabí estableix unes estretes relacions entre el viatge espiritual i l’experiència visionària. Un dels textos en què millor queden palesats aquests vincles és, justament, el Llibre de les revelacions dels efectes dels viatges, en àrab Kitâb-ul-isfâr ‘an natâ’iji-l-asfâr, el qual ens disposem a comentar tot seguit. El que primer copsa la nostra atenció del llibre és el subtil joc de paraules del seu títol. Val a dir que si quelcom caracteritza al mestre andalusí és l’ús genuí i multiplicador que fa de la terminologia clàssica. En realitat, tota la mística, en tant que experiència plena de la Vida, com diria en Raimon Panikkar, és sempre un fenomen generador de llenguatge.

El títol del llibre que ara ens ocupa juga amb les múltiples significacions i polisèmies de l’arrel àrab safara. Però veiem un grapat a tall d’exemple: la forma verbal safara és viatjar mentre que safar (plural, asfâr) és viatge. La sufra són les estovalles que els sufís usen en els seus menjars rituals i que evoquen el vagareig del dervix en tant que nòmada en el camí de Déu. De fet, el tema central del Kitâb… és el viatge espiritual, encara que entès a la manera akbariana. Per la seva banda, sifr és llibre, recull escrit. En certa forma, la lectura, o millor encara, l’hermenèutica, suposa un viatge interpretatiu. Més encara, l’hermenèutica constitueix el model per excel•lència del viatge, car permet travessar de la paraula a la seva comprensió. Així, endinsar-se en el text sagrat alcorànic, per exemple, no és sinó internar-se en el seu dèdal de sentits. En conseqüència, una tradició religiosa com l’Islam sustentada en un llibre, l’Alcorà, forçosament s’ha de trobar en un perpetu estat interpretatiu, més si tenim en compte el particular concepte de lectura que l’Islam posseeix. Diguem simplement de passada que el terme àrab aya s’empra tant per designar els versicles que composen el text alcorànic com els signes d’un univers que també demana ser llegit i interpretat. La vida, en la seva sublim plenitud, se’ns mostra com a text prenyat de símbols que calen ser interpretats. Llegim a l’Alcorà: “Els farem veure els nostres Signes miraculosos, textos divins, en ells mateixos i en els horitzons més llunyans, perquè vegin molt clarament que això és la veritat”. Per últim, isfâr és desvetllar, descórrer el vel de la ignorància, mentre que sâfara, tercera forma verbal de safara vol dir morir.

Axí, podríem concloure que el viatge espiritual implica adquirir un coneixement que poc té a veure amb l’acumulació d’informació i molt amb la il•luminació interior. Al mateix temps, el viatge espiritual opera una transformació interna de tal magnitud que és com si hom morís a si mateix, a la seva petitesa en tant que home, per a renéixer en un ésser que sent el mateix és absolutament diferent. Insistim un cop més: el tema central del Kitâb… és, en efecte, el viatge. Segons la cosmologia i l’antropologia akbarianes tot en l’univers està en trànsit, inclòs el propi Déu, en un viatge universal que no té fi, ni en aquest món ni tampoc en l’altre. Déu està creant, millor dit, recreant a cada instant el món, com recull l’expressió alcorànica khalq jadîd, literalment “una creació nova”, tan estimada pel nostre autor. L’ésser humà és per a Ibn ‘Arabí, abans que res, un homo viator. Afirma el mestre andalusí: “Tu seràs per sempre més un viatger, mai no podràs establir-te en cap lloc”. Un dels ahadiz predilectes dels espirituals de l’Islam diu així: “Viu en aquest món com un estranger o com un viatger, sempre de pas (….), mentre visquis prepara’t per la mort”.










De fet, no ens equivocaríem gaire si afirméssim que l’Islam és la tradició religiosa per antonomàsia del viatge. I no tan sols pel fet que el hajj, o pelegrinatge ritual a La Meca, sigui un dels cinc pilars constitutius de la fe islàmica. En realitat, tot el lèxic tècnic de l’Islam, en general, i del sufisme, en particular, està amarat de connotacions viatgeres. Sharía, és a dir, la llei islàmica que permet que les coses siguin el que són i com són no vol dir sinó “camí vers la fons”; i tarîqa, que en certa forma és un vocable sinònim de sufisme, també vol dir camí. No podem oblidar tampoc que l’Islam neix d’un desplaçament, l’emigració de la llavors jove i tendre comunitat islàmica de La Meca a Medina, i que el model de viatge místic islàmic no és sinó el mi’râj o vol nocturn de Muhàmmad.L’essència de la vida és, per a Ibn ‘Arabí, el moviment. Tot gira, ens dirà en el mateix sentit el poeta persa Maulanà Rumí, inspirador de l’ordre sufí dels dervixos balladors. I el moviment és gràcia divina. “Al-haraka baraka”, ens dirà el propi profeta Muhàmmad. Però, malgrat que tothom és un caminant, en tant que ésser humà, no tothom és un viatger. El viatger és qui ha pres consciència del seu caminar vers Déu. Diu l’Alcorà: “En veritat, a Déu pertanyem, d’Ell venim, i certament a Ell retornem”.


D’aquí les següents paraules del mestre andalusí tant en la línia del que podríem anomenar el pensament circular del sufisme: “Considera que el món és de figura esfèrica i per això desitja amb ànsia tornar al seu principi, un cop que hagi arribat a la seva fi, és a dir, a Déu, que fou qui ens va treure del no ser al ser i a qui hem de retornar, com Ell mateix diu en diversos llocs del seu llibre, l’Alcorà (…) Tot ésser, tota cosa, és una simple circumferència que torna a aquell de qui va prendre el seu principi…”.






Resumint el dit fins ara, m’atreviria a afirmar que Ibn ‘Arabí insinua en el seu text la següent seqüència: vivim per viatjar, viatgem per veure, veiem per conèixer, coneixem per estimar, estimem per morir i morim per renéixer un cop més. El motiu del viatge és veure, tot sabent que, per a Ibn ‘Arabí, veure i escoltar són el mateix. Afirma l’Alcorà que el motiu del vol nocturn de Muhàmmad ha estat “per fer-li veure”, però, és clar, amb altres ulls diferents als dels sentits. El místic, aquell que ha invertit la seva visió, mira el món amb ulls diferents. La mirada transformada del místic té com a òrgan de percepció el cor. Un cor encès que viu en estat de perpetu astorament, en continua perplexitat o haira, segons el lèxic sufí. “Déu meu”, clamarà Muhàmmad, “feu créixer la meva perplexitat”.


Cal precisar, però, que la mirada del místic no és pas voluntarista, de cap manera obeeix al voler egoista, sinó, ans al contrari, al seu despullament i abandò radical a Déu. Un hadiz qudsí citat per Ibn ‘Arabí en les seves Futuhat diu així: “Qui Em veu i sap que Em veu no Em veu pas”. Per tant, qui veu, coneix; qui coneix estima i qui estima mor d’amor. Com observem el coneixement de Déu porta indefectiblement a enamorar-se d’ell. “Qui el coneix, l’estima”, ens dirà el sufí Hassan al-Basrí. I l’estima perquè reconeix en ell la seva font, l’origen de la seva vida. Ens trobem, així doncs, davant d’un coneixement que més aviat és reconeixement. Pel seu costat, l’estimació vers Déu condueix al morir d’amor. Una mort que és simbòlica, iniciàtica si es vol. La mors mystica del sufí o fanâ no té a veure amb el final dels nostres dies sinó amb el present transformador de cada instant. Morir pel místic significa viure més. D’aquí la recomanació del següent hadiz: “Mutú qabla an tamutú”, o el que és el mateix, “Moriu abans de morir”. Per acabar, podríem dir que el viatge espiritual que Ibn ‘Arabí ens descriu no és sinó el destí final de tot home obert a Déu. Un viatge que ens permet pouar en la font de la vida.



(Publicado en catalán en Pensar per conviure, nº 2, 2005, pp.85-92)


Sufismo y respiración

La respiración
como vía de silenciamiento



Halil Bárcena




“Alguien, dentro de tu respiración,

te da también respiración, promesas de unión.

Respira con él hasta tu último aliento.

Él te lo da con amabilidad y misericordia”

Mawlânâ Rumí



Hace un puñado de años, en la ciudad de Damasco, no muy lejos de la mezquita erigida a la memoria del místico sufí andalusí Muhy-ud-Din Ibn ‘Arabí, en un barrio de estrechas y retorcidas callejuelas y bullicio popular, trabé amistad por azar con un derviche errante de rostro apergaminado y barba en forma de puñal yemení, que en un árabe aproximativo —el hombre resultó ser iraní a la postre— me obsequió con una sugestiva teoría acerca del valor de la respiración. Según el decir sabio de aquel hombre, Dios otorga a cada ser humano al nacer un número exacto de respiraciones, ni una más ni una menos; lo cual implica que si las dilapidamos a lo loco respirando de cualquier modo, antes perecemos. Ni que decir tiene que para aquel anciano derviche, que debía de rondar los ochenta, calculo yo, el secreto de la longevidad estribaba en respirar pausada y profundamente. Un reciente estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha puesto de relieve que los habitantes del llamado primer mundo industrial y desarrollado respiramos hoy en día el doble que hace unas décadas. Y todo ello debido a la ansiedad que promueve un estilo de vida acelerado y competitivo hasta la neurosis. Hoy nadie duda que el siglo XX ha sido la centuria de la velocidad. La prisa ha infectado nuestras vidas. Tenemos prisa a la hora de comer, de respirar, de amar, de relacionarnos con los demás… Y si bien es cierto que de la velocidad hemos obtenido importantes recompensas, el precio que hemos pagado por ellas ha sido muy alto, excesivo diría yo. Ya lo decía Pascal: “Todo lo que se perfecciona por progreso, perece también por progreso”. Por eso, la lentitud constituye una de las máximas aspiraciones del milenio que viene. Lentitud, en suma, para disfrutar de lo más sencillo.

El interés por lo simple y lo natural está emergiendo cada vez más como una referencia saludable en nuestra sociedad contemporánea. Poco a poco, lo cualitativo se antepone a lo cuantitativo, lo elemental a lo complicado, lo esencial a lo superfluo. Y dicha tendencia no obedece a una moda más o menos pasajera, ni es un mero fruto de la casualidad. Paralelamente al paulatino deterioro del medio ambiente que impone una cierta forma de entender el progreso, aflora hoy con fuerza el convencimiento de que nos va mucho en la preservación de la naturaleza. Una naturaleza que, muy probablemente, constituirá un bien escaso en un futuro menos lejano de lo imaginado. Y es que según vaticina el ensayista alemán Hans Magnus Enzesberger, los grandes lujos del futuro serán cosas tan básicas como la naturaleza, el agua y… el aire que respirar.




Una perspectiva diferente

El análisis de la respiración como vía de transformación espiritual, sin embargo, nos exige una cala previa, acerca de lo que podríamos denominar la mirada sufí del cuerpo. Una mirada que es esencialmente holística, no fragmentaria, unificadora, y que, curiosamente (o no tanto), está en consonancia con las tendencias más avanzadas de la física moderna, ya se trate de la termodinámica o la cibernética. Dicho sin embudos, el cuerpo es, a ojos sufíes, una senda de conocimiento. Al fin y al cabo, todo pasa a través de él y en él. ¿Acaso el momento de mayor intimidad espiritual en la vida cotidiana del musulmán, como es la salat, no se vive desde y en el cuerpo, con sus diferentes posiciones y movimientos? Y es que la islámica es una espiritualidad carnalizada. En ella el cuerpo no es culpable de nada y, por lo tanto, tampoco ha de ser purificado de mal alguno mediante ninguna práctica mortificadora y ascética. Un hadiz nabawi dice así: “Tu cuerpo tiene derechos sobre ti”. En la salat (namaz en persa) el hombre no se nos presenta como un ser escindido y fragmentado, sino que se halla comprometido y entregado a la oración en su totalidad: cuerpo, corazón y espíritu.

Nuestro cuerpo no puede ser visto por más tiempo como una máquina biológica, tal como la ciencia ha sostenido durante tantos siglos. En efecto, hoy se impone pensar el cuerpo de otra manera y, lo que es más importante aún, percibirlo y sentirlo también de forma diferente. De ahí que sea otro el lenguaje que necesitemos ahora y aquí para tratar de describir la misteriosa y fascinante complejidad que atesora el organismo humano. Los viejos tópicos positivistas han quedado desfasados, ya no nos sirven. Dicho en pocas palabras, el sueño cartesiano ha tocado su fin. Al parecer, Descartes vivió toda su vida fascinado por los relojes. Para él, constituían unas máquinas excepcionales, únicas, mecánicamente perfectas. El filósofo y matemático francés, padre de la teoría de la duda metódica, creyó haber hallado en ellos la mejor metáfora para explicar el funcionamiento del cuerpo humano. Durante mucho tiempo, nuestra cultura ha compartido esa misma creencia. Extremadamente torpes, necios en nuestra ceguera racionalista, hemos ido demasiado lejos en nuestra burda fascinación por las máquinas, ayer los relojes, hoy los ordenadores, al convertirlas en patrones para medir la realidad. Sin embargo, hoy sabemos, la ciencia médica por ejemplo, que nuestro organismo poco tiene que ver con los relojes idealizados por Descartes y su funcionamiento mecánico. Tampoco tiene mucho que ver con los últimos ingenios informáticos. Con el uso del reloj, el hombre comenzó a medir el tiempo, y con él la realidad, basándose en un movimiento puramente mecánico. Antes, sin embargo, las cosas habían ido por otros derroteros muy diferentes. Los primeros astrónomos musulmanes, por ejemplo, lo habían hecho siguiendo las trayectorias cambiantes de las órbitas recorridas por los cuerpos celestes. Antiguamente, en las mezquitas, el muwaqqit, esa especie de guardián del tiempo, según la acertada expresión de Titus Burckhardt, calculaba el instante preciso de cada una de las cinco plegarias siempre basándose en la observación del curso de los astros.

A decir verdad, el tiempo jamás es igual. Es de sobras conocido que, según la estación del año, el movimiento de rotación del cielo es más rápido o más lento que, por ejemplo, la fría perfección mecánica del tic-tac siempre igual de un reloj. El tiempo ni se ve ni se oye. La verdad es que no existe ningún artilugio mecánico capaz de capturar la magia inaprensible del tiempo. Y es que, al fin y al cabo, el movimiento del cielo se asemeja mucho más a un ritmo que a una pulsación mecánica. En ese sentido, también nuestro organismo tiene mucho más de rítmico que de mecánico. ¿Qué es la respiración, al fin y al cabo, sino el más bello ejemplo de ritmo cósmico individualizado en cada ser humano? Qué duda cabe que el progresivo desarrollo de lo que podríamos denominar una percepción cuántica, tanto de nosotros mismos como del mundo que nos rodea, ha contribuído a superar, en parte, la óptica cartesiana, cuya insuficiencia filosófica es un hecho evidente en la actualidad. La teoría cuántica nos invita a observar el universo como un sistema vivo organizado en forma de compleja red, en la que existe un flujo constante de materia, energía e información entre las distintas partes de un todo unificado. La energía y la información están por doquier en la naturaleza. Y, por supuesto, también en nosotros mismos. Leemos en el Corán: “En la creación de los cielos y de la tierra y en la sucesión del día y de la noche, hay signos para los que saben reconocer la esencia de las cosas” (Corán 3, 190).




Ya no podemos continuar viendo en la realidad que nos rodea un puzzle integrado por diferentes piezas que nada, o muy poco, tienen que ver entre sí. La observación atenta de la naturaleza nos permite comprobar que todo en ella interactúa de forma armoniosa, según un orden preestablecido. El vasto campo semántico del término mizan mencionado en la azora coránica ar-Rahman ¿no incluye acaso las ideas de balanza, equilibrio, armonía, congruencia y, en un sentido un poco más amplio, hasta de ritmo, a la hora de referirse al orden intrínseco de los cielos y la tierra? En efecto, todo en el universo posee un ritmo y una proporción. Nada es por azar ni ha sido creado en vano. Todo está conectado entre sí, como si de un cosmos de fuerzas mutuamente relacionadas se tratara. Sin embargo, el racionalismo más a ultranza, atrincherado dialécticamente en un lenguaje obsoleto, nos ofrece una estrecha ventana al universo y también a la realidad íntima del hombre. Hoy por hoy constituye una forma empobrecedora de observar al mundo y de entender nuestra condición de seres humanos. Porque, a fin de cuentas, nuestro cuerpo es algo mucho más complejo y laberíntico que una simple máquina, algo que una vez dimos por definitivo. Tal como afirma el astrofísico Hubert Reeves, la naturaleza engendra siempre complejidad. Y la naturaleza humana no es una excepción. Dentro de nuestro organismo se abre todo un universo de delicada belleza y misterio. De sus entrañas más recónditas brota una fantástica catarata de prodigios, uno de ellos la respiración.

Los organismos vivos son seres fundamentalmente abiertos al exterior, dado que su existencia depende del flujo constante de materia y energía proveniente del entorno. Así resulta que ningún hombre es una isla. Al fin y al cabo, todos formamos parte del todo. Efectivamente, una brizna del cosmos late en nosotros. Nuestro cuerpo no está aislado del universo. No en balde nuestra composición química es más afín a la cósmica que a la terrestre.. Al margen de los gases nobles, los elementos que más abundan tanto en nuestro organismo como en el universo son el oxígeno, el nitrógeno, el carbono y el hidrógeno. Gracias a la presencia de éste último, por ejemplo, podemos considerarnos, en cierto modo, hijos de la luz, algo que, desde la filosofía iluminativa, ya afirmaba el gnóstico iraní Sohravardí allá por el siglo XII. Los místicos y visionarios del pasado, de los Vedas indios a los sufíes Yalal-ud-Din Rumí e Ibn ‘Arabí, de Lao-Tsé a Miguel de Molinos, no se cansaron de subrayarlo: nuestro cuerpo es el microcosmos en el que se contiene y refleja resumida la larga y rica historia del macrocosmos. Cada criatura expresa en sí misma la diversidad de la creación. Y es que a este respecto hay pocos paralelismos tan fascinantes como el que podemos establecer entre la sabiduría tradicional y las propuestas más radicalmente novedosas de la física contemporánea. De hecho, éstas no vienen sino a corroborar algunas de las más arcaicas intuiciones de la humanidad.

En efecto, resulta cautivador observar cómo la propia ciencia ha ido evolucionando, a lo largo del presente siglo, desde las ideas clásicas hacia concepciones cada vez más organicistas e integradoras de la realidad. En definitiva, hacia eso que, desde el ámbito del esoterismo islámico, Ibn ‘Arabí denominó, allá por el siglo XIII, unidad de la existencia (uahdat al-uyud), o lo que es lo mismo, la concordancia e interrelación mutua de todo cuanto existe. Todo está en todo e interactúa de forma sinérgica. Todo comparte una misma energía creativa, cósmica y unitiva, un mismo principio inteligente y ordenador. Todo es uno rezaba la máxima de los viejos alquimistas griegos. Así pues, contrariamente a lo que pensaba Descartes, nuestro organismo es cualquier cosa menos una máquina biológica pensante. Antes bien, constituye algo así como un complejo sistema reticular autorregulado, una suerte de trama vital capaz de adaptarse a las oscilaciones, en la que la información circula constantemente siguiendo unas leyes que, en muchos casos, escapan al ojo humano. Con todo, el nacimiento de la ciencia moderna le debió mucho a Descartes. Éste fundamentó su concepción de la existencia en la división radical de ésta en dos categorías independientes que, según él, nada tenían que ver entre sí: la mente y la materia. A partir de dicha fragmentación de la realidad, los primeros científicos se sumergieron en el estudio de la materia convencidos de que se trataba de algo inerte, inamovible, carente de energía. Para ellos, la materia estaba conformada por un sinnúmero de diferentes piezas, dispuestas entre sí a la manera de una gigantesca máquina cósmica —un reloj, sin ir más lejos— perfectamente ensamblada.

Durante los casi tres últimos siglos, todo el pensamiento científico occidental ha estado sujeto a dicho modelo mecanicista y lineal de concebir la existencia. Más allá, sin embargo, de los límites estrictamente científicos, este modelo ha dejado una impronta indeleble en la forma de pensar —¡y de sentir también!— occidental, condicionando nuestra manera de ser y de estar en el mundo.
En lo que respecta a la concepción del ser humano,…acaso el rasgo más llamativo de dicha influencia cartesiana haya sido el troceamiento del individuo en múltiples partes separadas y a veces hasta enfrentadas entre sí: cuerpo, mente, emociones… Durante mucho tiempo, sin duda demasiado, hemos vivido bajo la cruel tiranía del dualismo cuerpo/mente, esa pérfida idea según la cual ambos poco tienen que ver entre sí. Afortunadamente, hoy somos más conscientes de que, por ejemplo, nuestros pensamientos y emociones pueden influir, ya sea positiva o negativamente, en nuestro estado físico, y viceversa; algo, de otro lado, que ya sabían los médicos de la antigüedad, entre ellos los árabes y persas. Por todo ello, es preciso descubrir —¡o tal vez sea más humilde hablar de redescubrir!— un diálogo diferente con nuestro cuerpo y nuestra conciencia. La larga y fértil tradición sufí tiene algo que ofrecernos al respecto.






La respiración como vía de silenciamiento

Cuando nos referimos al cuerpo, no deberíamos de hacerlo de una forma reduccionista y restrictiva. En ese sentido, conviene recordar que los sistemas circulatorio, endocrino y nervioso, también son el cuerpo. De igual manera que lo son los múltiples y sutiles sistemas eléctricos que regulan todo el organismo y que aún hoy son pobremente comprendidos por la ciencia médica, como bien apunta Kabir E. Helminsky. Y, por supuesto, también la respiración es el cuerpo. A diario entran y salen a través de las fosas nasales unos 13.000 litros de aire ¡ahí es nada!, que es, no lo olvidemos, nuestro principal alimento y el más perentorio. En efecto, podemos permanecer sin ingerir alimentos sólidos y agua durante horas, días e incluso alguna que otra semana, a poco que uno se adiestre en la práctica del ayuno. Sin embargo, la ausencia de aire nos conduce irremisiblemente a la muerte en cuestión de muy pocos minutos. Por lo tanto, somos porque respiramos. ‘Nuestro’ Ibn ‘Arabi solía decir que “La vida es hálito y el hálito es vida”. En efecto, todo lo vivo respira. Hoy en día algunos científicos se atreven a decir que incluso la Tierra respira. Así pues, respirar es vivir y respirar conscientemente es penetrar la brecha del misterio que el vaivén rítmico del aire mece sin cesar.

La respiración posee un enorme influjo sobre el psiquismo humano. Una de las formas más eficaces de regular nuestras ondas cerebrales es, precisamente, a través de la respiración consciente. Así es; por ejemplo, las ondas alfa aparecen cuando, despiertos pero con los ojos cerrados, respiramos de forma rítmica y equilibrada. Las beta, cuyas ondas cerebrales poseen una escasa amplitud, son fruto de una respiración arrítmica y superficial, desgraciadamente la más extendida hoy en día. Por su parte, las llamadas ondas zeta, que en la mayoría de las personas sobrevienen sólo de forma involuntaria, pueden alcanzarse conscientemente aumentando la duración de la exhalación, tal como sucede, por ejemplo, en muchas de las técnicas respiratorias utilizadas en las escuelas sufíes. Dichas ondas cerebrales zeta son el producto también de ciertas formas de salmodia y canto, como es el caso de la recitación coránica o tayuid, o del avaz, el canto tradicional iraní. El control del ritmo respiratorio ha sido un catalizador para el despertar y la transformación interior en las tradiciones sagradas más diversas, incluido el islam, por descontado, como veremos más adelante. En cierto modo, me atrevería a decir que no existe espiritualidad seria sin respiración, al igual que tampoco existe sin música. En cierta manera, ¿no es la respiración sino la música interna de la persona?

La respiración en modo alguno constituye un acto mecánico reducido a un mero intercambio de gases. Ni mucho menos. Desde el punto de vista sufí, la respiración expresa trascendencia. Al respirar de forma consciente estamos ingiriendo las sustancias energéticas más finas y sutiles que anidan en el aire. Solo cuando la respiración es consciente posee un verdadero influjo espiritual. De otro modo se convierte en un acto inadvertido, automático, muerto espiritualmente hablando. En ese sentido, la respiración, en tanto que función autónoma que puede tornarse voluntaria, constituye una inmejorable puerta de acceso al vasto y complejo mundo de las pulsiones inconscientes. La respiración puede arrojar un poquito de luz y claridad sobre las zonas oscuras de nuestra personalidad. En ese sentido, conviene recordar que tan sólo somos capaces de transformar aquello que realmente conocemos. El resto, no. Hay quien sostiene, y no sin razón, que el aire que respiramos representa el mejor alimento de nuestros centros sutiles de energía. En la prestigiosa y venerada tradición sufí naqshabandí, dichos centros se conocen con el nombre de lataif. Son cinco y surcan nuestra geografía etérica operando como auténticos transformadores de energía espiritual.




A través de los tiempos, no pocos místicos y sabios han entrevisto la correlación existente entre el aire, el principio vital —eso que los hindúes denominan prana— y el espíritu. De ahí que no resulte casual que en diferentes lenguas de conocimiento hallemos vocablos que vinculan directamente aire y espíritu. Es el caso, sin ir más lejos, de la lengua árabe, en la que ruh designa a la vez espíritu y soplo vital. Afirma el físico Fritjof Capra al respecto: “La antigua intuición común expresada en todas estas palabras no es otra que el alma o espíritu como soplo inspirador de vida”. Esa misma idea expresada por Capra, la hallamos expuesta ya en ese hadiz que reza así: “Allah creó el universo a través del Hálito del Compasivo”. Dios está dando existencia perpetuamente a cada ser, en cada momento del tiempo, a través de su soplo compasivo. Como bien ha apuntado Henry Corbin, dicha afirmación constituye uno de los pilares centrales de la metafísica akbariana. En efecto, para Ibn ‘Arabi, del mismo modo que el hálito exhalado por los seres humanos incluye la palabra articulada que permite la comunicación, el Hálito del Compasivo (Nafs ar-Rahman en árabe) exhala esas otras palabras que son los seres humanos y posibilita de esta manera la vida. Así pues, la transmisión del ruh al cuerpo —en definitiva, de la vida—, se realiza mediante un soplo.

Ibn ‘Arabi consideraba que los cuerpos físicos son manifestados en el cosmos material sólo cuando el hálito divino los fecunda. Un poco por eso, aún existe la costumbre en muchos círculos sufíes de presentar a los recién nacidos ante el pir o sheij, a fin de que éste les sople en el rostro y les infunda su conocimiento a través de la respiración. Sufismo y respiraciónSi bien podemos degustar la fértil literatura sufí por su cautivadora belleza estética, lo que es cierto es que, esencialmente, se trata de una literatura de acción. En definitiva, respirar, al igual que vivir, no constituye una idea ni una creencia, como tampoco lo es el tauhid, verdadero núcleo del trabajo sufí, sino un acto, una experiencia a encarnar. Afirma el insigne sufí Abu Yazid al-Bistami (m. 874): “Para el gnóstico, el verdadero culto es la respiración”. Y el no menos célebre Abu Bakr ash-Shibli (m. 945) sostiene: “El tasauuf es el control de las facultades y la observación de la respiración”. En el marco de la ya antes mencionada escuela sufí de origen persa naqshabandí, la respiración ocupa un espacio capital en tanto que vía de transformación espiritual. Dice su fundador, Bahauddin Naqshaband (1317-1389): “Esta escuela está construida toda ella sobre la respiración. Por eso es un deber para todos los buscadores ser conscientes de la respiración en cada inhalación y exhalación”. Más aún, la primera de las once reglas que conforman el trabajo naqshabandí dice así: hush dar dam, que vertido del farsí significa ‘conciencia de la respiración’, uno de los métodos más potentes para crear una conciencia interior.

Sea cual fuere la circunstancia en la que se halle, el murid tratará, en todo momento, de anclar su atención en la entrada y la salida del aire. Bajo la tutela de un guía experto y competente, condición ésta indispensable en todo trabajo que implique la modificación de la respiración, perseverará en la senda, hasta el punto de oír en la música silente de la inhalación y la exhalación el eco bello y al tiempo poderoso de la divinidad. Sabido es que el sufí gusta de llamarse a sí mismo hijo del instante, ibn-ul-uaqt en árabe. Curiosamente (o no tanto), el vocablo farsí dam expresa al mismo tiempo los conceptos de respiración e instante, por lo que podríamos afirmar que el sufí es un hijo del instante, sí, pero también de la respiración. Lo cierto es que respiramos siempre en presente. Comemos, bebemos y dormimos, por ejemplo, para unas cuantas horas, valga la expresión. Sin embargo respiramos en, desde y para el presente. Y es que el tiempo del sufí está hecho de ahoras. Para él, sólo el instante es eterno.





La respiración posee una inequívoca dimensión transformadora, alquímica podríamos decir y en el contexto sufí está estrechamente ligada al dhikr. Efectivamente, todo dhikr o acto de recuerdo, de rememoración de la presencia divina, ya sea vocal (yahri) o silencioso (jafi), individual o colectivo, posee una dinámica respiratoria precisa. Las diferentes prácticas respiratorias sufíes operan una evidente metamorfosis en nuestra percepción del hecho respiratorio. Los límites ilusorios de la individualidad, los mismos que nos impiden palpar la unidad que hay en todo, se desvanecen, se esfuman en el cosmos. Al fin y al cabo, todo el universo es respiración. En el acto respiratorio se produce la unidad orgánica del individuo y el universo. La pretensión egoísta de ser uno el protagonista de la respiración desaparece. En realidad, uno ya no es el que respira, sino que más bien se siente respirado.

Ciertamente, la respiración es un símbolo del vivir, esto es, del ser, pero también lo es del morir. Si la inspiración nos conecta orgánicamente a la energía del universo, como hemos dicho, la expiración constituye una especie de muerte, de aniquilación, de entrega generosa y abandono confiado a la divinidad que late en cada aliento. ¿Acaso no es éste el sentido literal del término islam? Vivimos con el temor de perderlo todo. Erróneamente creemos que dar significa perder. Sin embargo, es todo lo contrario. Soy en la medida que más doy. Por paradójico que pueda parecer, cuanto más doy más tengo. Por eso, nadie que no sea generoso exhalará sin sobresaltos, puesto que temerá perder la vida en cada aliento exhalado. Y al contrario, una persona generosa pronunciará un gracias sincero con cada expiración que se desliza de su ser y en cada acto de vaciado hallará la plenitud de la vida. Del mismo modo que una persona recalcitrantemente egoísta jamás tendrá bastante con el aire que inhala. Si por él fuera, consumiría la vida inspirando y aún así no tendría suficiente aire. La expiración le supondrá un lastre pesado; para él, estará de más.





Quizás por todo ello, y otras muchas cosas más, los sufíes han escogido la rosa como uno de los símbolos predilectos de su trabajo interior. Es de sobras conocido que si cortamos puntualmente las rosas que brotan de un rosal, éste nos obsequiará con muchas rosas más. Si, por el contrario, dejamos que éstas se marchiten en la planta, su producción será menor. ¿Cabe una mayor generosidad? Hablando de rosas y de respiración, me gustaría mencionar finalmente, siquiera sea de pasada, el papel que los perfumes juegan en el islam, en general, y en el sufismo, en particular. De hecho, todas las grandes culturas se han sentido fascinadas por la magia y el hechizo de los perfumes. Éstos poseen notables propiedades curativas. La llamada aromaterapia los usa con notable acierto gracias a su carácter apaciguador. En el Oriente islámico vienen siendo utilizados con fines terapéuticos y espirituales desde hace muchos siglos. La verdad es que en los perfumes orientales ya es un aroma hasta el propio nombre.


(Publicado en Webislam, nº 14, verano 2000, pp. 54-60)

Lecturas recomendadas

  • Abbas Kiarostami, Compañero del viento (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2006).
  • José Antonio Antón Pacheco, Intersignos. Aspectos de Louis Massignon y Henry Corbin (Athenaica, 2015).
  • Khalili, Una asamblea de polillas (Mandala, 2012).
  • Masood Khalili, Los susurros de la guerra (Alianza, 2016).
  • Olga Fajardo (ed.), La experiencia contemplativa. En la mística, la filosofía y el arte (Kairós, 2017).
  • Seyed Ghahreman Safavi, Rumi's Spiritual Shi'ism (London Academy of Iranian Studies, 2008).
  • Shams de Tabriz, La quête du Joyau. Paroles inouïes de Shams, maître de Jalâl al-din Rûmi. Trad. Charles-Henry de Fouchécour (CERF, 2017).
  • Tom Cheetham, El mundo como icono. Henry Corbin ya la función angélica de los seres, (Atalanta, 2018).

¡Ah... min al-'Eshq!

"A nosotros que, sin copa ni vino,
estamos contentos.
A nosotros que, despreciados o alabados,
estamos contentos.
A nosotros nos preguntan: “¿En qué acabaréis?”.
A nosotros que, sin acabar en nada,
estamos contentos"

Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī

¡... del movimiento a la quietud!

... de la palabra al silencio !!!

"Queda mucho por decir,
pero será Él quien te lo diga
para que lo entiendas, no yo"

Mawlânâ Yalâl al-Dîn Rûmî (m. 1273)